miércoles, 10 de diciembre de 2014

El llanto, la risa y la muerte

Mes sincères condoléances es una antología de cuentos breves acerca de la muerte (pero como la muerte es algo inenarrable, entonces los cuentos giran en torno a cómo las personas experimentan las muertes de los otros). Algunas de las piezas son emotivas, otras son hilarantes. La mayoría de ellas tienen como escenario a Bretaña, aunque el narrador no es el mítico Ankou, sino un hombre llamado Guillaume Bailly. 

Bailly es un sepulturero que, como la mayoría de los que ejercen el oficio, llegó al mundo de los entierros por casualidad, después de haber trabajado en otros sectores. Sin embargo pronto entendió la mecánica que rige a esa práctica y se convirtió en una suerte de experto en el área. Uno se imagina que, en un ámbito como ese, no es mucho lo que sucede, que el trabajo del sepulturero sólo consiste en facilitarle el duelo a gente compungida por la pérdida de los seres queridos, pero Mes sincères condoléances demuestra que entre el lecho de muerte y el cementerio hay mucho más que eso.   

La muerte es un asunto universal, pues tarde o temprano todos la experimentan. En algún momento el rico muere, y lo mismo le sucede al pobre. El creyente y el ateo, el conservador y el progresista, el pesimista y el optimista: todos tienen el mismo destino. Uno puede pensar, entonces, que existe una reacción generalizada ante la muerte, pero lo cierto es que cada persona experimenta el asunto de un modo diferente. 

En su libro Bailly cuenta cosas increíbles: una persona muere en un incendio y el hermano de la víctima le pide un descuento sobre el precio de la cremación –pues, al fin y al cabo, el proceso de reducción del cuerpo a cenizas ya había comenzado–; un hombre se suicida saltando a través de una ventana y sus familiares, yendo en contra de la moda de usar “Quelqu'un m'a dit” de Carla Bruni (una de las canciones favoritas en los entierros franceses), musicalizan el evento con el hit de R. Kelly “I believe I can fly”; un okupa muere en una casa tomada y le asignan una fosa común, pero antes de enterrarlo un ejército de punks se aparece en el cementerio con botellas de cerveza que beben sólo hasta la mitad, para arrojar el resto en el agujero donde irá a parar el ataúd. 

También hay anécdotas menos ligeras: un hombre muere y pasan varios días hasta que encuentran el cuerpo; con el cadáver en un pésimo estado, la funeraria decide apurar el trámite y enterrar lo más rápido y lo menos visiblemente posible al muerto; sin embargo, mientras están concluyendo con el asunto, un anciano pide ver a su familiar; Bailly le sugiere que no lo haga, ya que la impresión que le puede causar ver a un ser querido en ese estado puede ser repugnante; entonces el hombre le muestra un tatuaje de unos números en su brazo y le dice “probablemente he visto cosas peores en Dachau”.  

Pero lo que más le puede impactar al lector es la llamativa soledad de los muertos, gente que es reencontrada por sus familiares en sus funerales después de meses o años de ausencia, muchos de los cuales llegan ebrios al entierro, o exigen una ceremonia corta para apurar la reunión con el escribano que les leerá el testamento, o piden que no los molesten en determinados horarios porque tienen asuntos más importantes de los cuales ocuparse. 

El libro también expone el trabajo empático de los sepultureros, quienes hacen todo lo posible para que las esposas no se crucen con las amantes, o que ayudan a un hombre discapacitado a llegar hasta un sector inaccesible del cementerio para alguien en su condición, o que descubren las huellas de un crimen en un cuerpo y avisan a la policía sobre el suceso. Mes sincères condoléances habla de gente que, pese a lucrar con la muerte, son personas que aman la vida. 

* Bailly, Guillaume. Mes sincères condoléances, les plus belles perles d'enterrements.  Éditions de l'Opportun, París, 2014, 9,90 €

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