jueves, 15 de abril de 2010

Al principio de una permanencia

Si alguien se atreve alguna vez a comparar a Quentin Tarantino con Jean-Luc Godard notará de inmediato que el primero vive en un mundo cinematográfico, mientras que el mundo cinematográfico vive en el segundo. La diferencia es sutil pero esencial. El primer largometraje de Godard, la cincuentenaria À bout de souffle [“Al final de la escapada” o “En el último aliento”], demuestra cuan precisa es esta observación que hacemos.
Filmada entre el final del invierno y el comienzo de la primavera de 1959, la película se estrenó con mucho éxito en marzo de 1960. Además de Godard en la dirección, François Truffaut aparece como guionista y Claude Chabrol como miembro del equipo de producción: ello la convierte en un ícono instantáneo de aquel famoso movimiento, conocido como “nouvelle vague”, que revolucionó la historia del cine francés (y europeo). Los cineastas de la nouvelle vague provenían en su gran mayoría de la redacción de la revista Cahiers du Cinéma, espacio desde donde releían películas foráneas y nacionales y ensayaban nuevas miradas sobre el arte cinematográfico. À bout de souffle es precisamente eso: una relectura y un ensayo sobre el proceso de construcción de una película. Es decir, la película no trata puntualmente sobre los entretelones de un cineasta que realiza o prepara una obra –como si lo hacen La nuit américaine de Truffaut u de Fellini– sino sobre un ladrón de autos (Jean-Paul Belmondo) que tras dispararle a la policía saliendo de Marsella, se refugia en París con su novia norteamericana (Jean Seberg) mientras intenta juntar los fondos y encontrar el momento para escaparse hacia Italia. Así, en principio, se está ante una suerte de policial negro (o “polar” según la crasis en francés). Lo que la convierte en un juego metanarrativo es el torbellino de referencias y alusiones al mundo (godardiano) del cine.
La cinta evoca a Jean Renoir y Max Ophüls, homenajea a Citizen Kane de Orson Welles y a Viaggio in Italia de Roberto Rossellini, e ironiza a los personajes recios e insumisos que interpretaba Humphrey Bogart (en, por ejemplo, The harder they fall y Ten seconds to hell) y a los personajes ingenuos e inconformistas que encarnaba la propia Jean Seberg (en películas como Bonjour Tristesse de Preminger). También se puede hallar una alusión fundamental a Westbound, uno de los tantos obscuros westerns que Budd Boetticher dirigió hacia finales de la década de 1950.
Si algo sobra en la película son los diálogos: inteligentes, irreverentes, crípticos o vulgares, éstos dejan entrever el marco cultural católico y a la vez marxista en el que la obra se acomoda (el mismo marco desde el cual emergieron las primeras novelas de Sollers, tan apreciadas por Aragon como por Mauriac). Un ejemplo: Michel Poiccard, el protagonista intrepretado por Jean-Paul Belmondo, en un momento se encuentra con una mujer que trata de venderle sin éxito un número de Cahiers du Cinéma; tras ser increpado por su falta de apoyo a la juventud, él le contesta a la vendedora: “prefiero a los viejos”. En ese instante de la película se encuentran la rica historia del cine con el fructífero porvenir de la actividad cinematográfica (dando a entender, a su vez, que la historia del cine está ligada íntimamente a la memoria histórica del siglo XX), se desdibujan los límites de la ficción y de la realidad (sólo para demostrar que jamás ninguna de las dos pueden darse puramente), se jaquea el concepto de propiedad y autoría de las obras de arte (es significativo que Godard hace un cameo en su película sólo para ocupar el rol del informante que le avisa a la policía sobre el protagonista y le anuncia así al espectador el final de la historia), y se reconstituye -a la vez que se reinterpreta- la continuidad entre el pasado y el futuro de la humanidad (que había sido recientemente suspendida en Europa a causa de Auschwitz).
Otro elemento interesante en À bout de souffle es la riesgosa concepción visual que compone al film. Valiéndose de las nuevas tecnologías disponibles en su época y de un muy bajo presupuesto, Godard intentó hacer que su película se pareciese a un documental, por lo que recurrió a equipamento ligero e iluminación natural para filmar en locaciones, abusando de los largos planos secuencia producidos por una cámara inquieta. El trabajo de montaje, con su brillante manejo de la velocidad, es magnífico.
Para el cine sesentista, À bout de souffle fue una obra imprescindible que reflejó la posibilidad (y por ende la necesidad) de reconfigurar el lenguaje cinematográfico. Para Godard también fue muy importante –no sólo porque le permitió hacer el cortometraje "Le grand escroc", incluido en la obra Les plus belles escroqueries du monde (1964), donde reaparece el personaje de la norteamericana de Jean Seberg de À bout de souffle, sino también porque le permitió iniciar su propia mitografía (obligando al personaje de Belmondo a repetir frases de la película en su obra Pierrot le fou o haciéndolo decir en Une femmes est une femme que tiene que volver a casa para ver À bout de souffle por televisión). 

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