domingo, 30 de enero de 2011

El conejo y la rata

Para bautizar a su última obra, Pierre Thorreton quizás debió haber recurrido a Cole Porter antes que a André Breton y titular a la cinta “Love for sale” en lugar de “L’amour fou”. Este documental pretende ser el relato del amor entre dos hombres: Yves Saint Laurent y Pierre Bergé.

Saint Laurent es una figura internacional, por lo que se sabe mucho de su vida: de origen pied-noir (como Albert Camus, Jean Reno y Dominique de Villepin), fue uno de los diseñadores más creativos de la empresa Christian Dior hasta que fue reclutado por el ejército francés, en épocas en que el conflicto en Argelia no había aún concluido; la experiencia militar lo sobrepasó, y terminó derivado en un hospital donde le aplicaron terapia psiquiátrica invasiva, dejándolo dócil como a un conejo. Recuperado de su trauma, estableció su propia firma con la que conseguió el éxito comercial y la fama mundial en las décadas siguientes, mientras convivió con sus adicciones al trabajo y a las drogas. Pero muchos no saben que detrás del ascenso de Saint Laurent estuvo, como principal artífice, Pierre Bergé.

Bergé es un muchacho de provincia que llegó a París con ansias de triunfar. André Gide fue uno de los primeros en acogerlo, abriéndole las puertas al mundillo parisino de las bellas artes. Con los años Bergé tejió una red de amistades personales muy extendida en el ámbito de las artes escénicas, la alta costura, la literatura y las industrias culturales. De esa manera supo ganarse su reputación de “mecenas” (cuando el autor argentino Copi desembarcó en París, no vaciló en consultar cuanto antes a Bergé, quien, “generosamente”, le consiguió un trabajo en una muy popular publicación de la época). Al asociarse, sentimental y materialmente, con Saint Laurent, comenzó una prolífica carrera como empresario que lo ha convertido en multimillonario.

Pero el nombre “Bergé” está asociado en el Hexágono a la enfermedad del sida. En efecto, el hombre de negocios ha sido uno de los mayores promotores de campañas en contra de la enfermedad, ya sea como líder de su ONG Sidaction, o como benefactor de otros grupos y asociaciones cuyo fin es la concientización acerca de los riesgos del sida. Por supuesto Bergé también ha contribuido, y muy abundantemente, a favorecer a toda clase de agrupaciones –no solamente francesas– que actúan para promover la ampliación de derechos a personas homosexuales (como, por ejemplo, a la polémica Act-Up Paris). La fidelidad política de Bergé ha estado siempre sumergida en el seno del movimiento gay, mostrándose por fuera como partidario de Giscard d’Estaing, Mitterrand y Chirac. Sólo asumió abiertamente un rol opositor cuando invirtió una buena suma en la campaña de la socialista Ségolène Royal, candidata a la que aún hasta hoy parece apoyar.

Su trabajo incansable alrededor de la recaudación de fondos para que el mundo no se olvide de la existencia de esa enfermedad que ha disparado la venta de medicamentos antirretrovirales hasta la exorbitancia lo ha llevado al exceso de entusiasmo en algunas ocasiones. Así, en 2009, Bergé acusó a la Asociación Francesa contra las Miopatías (AFM) de “parasitar la generosidad de los franceses de una manera populista”. Semejante desliz se debió a que, desde el punto de vista de Bergé, el Téléthon que desde 1987 organiza la AFM es completamente vulgar, pues exhibe esos cuerpos deformados de las víctimas de las miopatías que, según las recaudaciones finales, conmueven más que los rostros lipodistróficos de quienes padecen de sida. Además Bergé sostuvo que el destino final del dinero donado durante el Théléton (que en Francia no llega a alcanzar las dimensiones casi religiosas que si tiene en otros países, como Chile por ejemplo) no es muy claro, algo que no pasaría entre los grupos que combaten al sida.   

Amigo del polémico pedófilo Frédéric Mitterrand y del cada vez más ridículo opinólogo Bernard-Henri Lévy, Bergé supo transformar las ganancias provenientes del mundo de la indumentaria y la perfumería en emprendimientos culturales: fue, junto a los dos autores citados, uno de los gestores de la famosa revista Globe. Otro desafío a favor de las artes que asumió con mucha pasión fue la creación, en sociedad con Saint Laurent, de una gigantesca colección de obras. La película de Thorreton gira, justamente, en torno a la concepción, nacimiento, crecimiento y muerte por dispersión de la fabulosa colección: en 2008, al morir Saint Laurent, Bergé decidió afrontar el duelo liquidando el esfuerzo de años de paciente recolección a través de una subasta de 375 millones de euros en Christie’s.

Filmados con respeto y admiración, los objetos resultan más elocuentes que los hombres. Todo ese montón de piezas artísticas intercambiadas por dinero se muestran como la materialización del amor entre los dos varones. Ese hijo que la caprichosa biología les negó a ambos dibuja su rostro entre cuadros de Goya y esculturas de Brancusi, deja oír su risa detrás de las obras de Mondrian, reclama un tierno abrazo en medio de la noche sobre una pintura de Ingres, y engendra nietos al lado de una acuarela de Klee.

A lo largo de la película, Bergé parlotea y parlotea, rememorando, poetizando, filosofando. El “amor loco” de Saint Laurent y Bergé termina presentado como una cuestión muy discreta, íntima e intensa. A la pareja homosexual les tocó vivir tiempos difíciles en materia social, tiempos en los que su relación era abiertamente aceptada por muy poca gente en Francia (hoy en día dicha situación ha cambiado bastante en el Hexágono, donde si bien aún no existe protección estatal para las familias monoparentales, un joven puede manifestar su homosexualidad sin tantas restricciones como en décadas anteriores, accediendo más tempranamente al mundo de productos y servicios diseñados especialmente para satisfacer sus necesidades mientras termina de lidiar con la aceptación de su orientación sexual).

Thorreton hace un trabajo muy mesurado, pues el productor de su documental no es otro más que Bergé. Sin embargo los memoriosos recordarán que la subasta de la colección levantó una queja entre las autoridades de la República Popular China, quienes sostenían que dos estatuillas de bronce listas para ser vendidas (una que representaba la cabeza de un conejo y la otra la de una rata) son parte de su patrimonio cultural, por lo que no podían ser comercializadas sin su autorización. Bergé les respondió a los chinos que él les devolvería ambas piezas cuando su país modifique su política de derechos humanos, libere al Tibet y permita el reingreso del Dalai Lama.

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