viernes, 5 de febrero de 2010

El soñador americano

Retrato de un garçon como artista

No es exagerado sostener que una de las mayores figuras de la chanson française actual se llama Benjamin Biolay. Este crooner de voz escurridiza ha ganado su puesto gracias a su enorme capacidad para la composición multi-instrumental y a su destreza para trabajar con diferentes registros musicales. Su talento le ha permitido componer, hasta ahora, media docena de discos que mezclan diferentes climas y tonalidades, pero que no por ello pierden su equilibrio.
En efecto, cubriendo un arco de géneros musicales bastante amplio –que va desde la trova bajo cierta envoltura folk hasta el pop generosamente orquestado–, Biolay ha sabido imprimirle a su música historias tan anónimas y universales como biográficas y personales, llegando a los otros a través de sus propias experiencias y de sus ficciones. Su música, básicamente, es eso: un esfuerzo por demostrar el genio individual en el interior de una tradición heredada y en el centro de una escena ya construida. Más que un sucesor de Gainsbourg (como la mayoría de los críticos fuera de Francia lo presentan) es un auténtico continuador de la tradición de la chanson française; su afinidad a ciertas posturas, prácticas y representaciones del indie rock es más un reflejo circunstancial que una auténtica elección.

La epine ou la rose

Si bien, dada su temprana formación musical, no puede decirse que su vinculación al universo de la música sea fortuita (como de alguna manera si lo fue para otros, siendo Gainsbourg un caso ejemplar), su búsqueda por el estilo aún no adquirido lo volcó inicialmente hacia la emulación de la sombría fuerza de grupos como Joy Division o Television, es decir, hacia aquel punk rock que suplanta el artificio visual y las consignas más radicales por la melodía elaborada y la ironía lírica.
Sin embargo su horizonte musical fue, paulatinamente, acrecentándose hasta establecer límites bastante extensos, sin negar (pero no por ello admitir abiertamente) los intercambios fronterizos. Es decir, y a modo de ejemplo, Biolay ha trabajado sobre las variaciones de la bossa-nova y de otros ritmos similares, y aún así no ha procurado dar saltos más arriesgados, navegando como capitán entre los océanos musicales, pero procurando no devenir barco que se pierde ebrio en los peligrosos mares de la innovación. A diferencia de Gainsbourg, sus comienzos no han estado señalados por la necesidad de la relectura –aunque es razonable que así suceda, puesto que las décadas que median entre los inicios de uno y otro cantante están repletas de acontecimientos que hacen distintas las cosas para ambos.
Es esta mesura lo que permite mostrar a la obra de Biolay como inmediatamente canónica. Y es ello también lo que permite posicionarlo como un héroe del pop. En otras palabras, que Biolay sea hoy por hoy una “estrella” internacional se debe a una calculada combinación entre su talento para la composición, su elegante gusto para la expresión, y la operatividad de la maquinaria simbólica de difusores y mercados que lo han adoptado como estandarte de una “nueva generación de cantantes” (a lo cual, como era de esperarse, Biolay dio la espalda).

Dinasty, a soundtrack

El primer álbum solista de Biolay es el admirable Rose Kennedy (2001). Poco antes de editar esta esmerada perla musical, Biolay había adquirido notoriedad en la escena musical francesa tras haber colaborado en la reaparición triunfal del octogenario Henri Salvador: canciones como “Jardin d’hiver” y “Chambre avec vue” causaron una impresión lo suficientemente buena como para que La biographie de Luka Philipsen –el disco que había compuesto y producido junto a su (en ese entonces) novia, la franco-israelita Keren Ann Zeidel– fuese revalorizado por los críticos y el público.
Rose Kennedy es lo que se llama un “disco conceptual”. Nucleado alrededor de la ficcionalizada biografía de Jack, Bobby, Jackie y los demás Kennedy trágicos como eje temático, el disco es deliberadamente melancólico. Sin embargo, lo maravilloso de la obra es que todo está sugerido, que no hay nada expuesto. Es decir, Biolay imagina a sus héroes no en sus momentos de gloria, sino durante sus instantes de intimidad, y con esa premisa despliega su relato. Los Kennedy, en esta historia, son personas de carne y hueso en el interior de una película inexistente. Como en un drama en el que solamente hubiesen didascalias, en Rose Kennedy sólo hay canciones que construyen atmósferas muy diversas para ambientar las diferentes escenas.
La primera canción, “Novembre toute l’année”, con su ritmo crepuscular y su piano nostálgico, introduce a la obra. Lo trágico parece ya haber acontecido, y la canción nos sumerge en su lamento.
El tema siguiente se titula “Les roses et les promesses”. El salto es brusco. Tras el prólogo obscuro, la película comienza de modo ameno, con una acuarela. Luego llega el turno de “Le cerfs volants”, una inocente fotografía de gente remontando barriletes en un parque. Los violines de fondo elevan la escena hasta inmovilizarla. Súbitamente, el baladí pic-nic de una pareja en el parque se transforma en un momento de felicidad insuperable, en el instante en que dos personas se dan cuenta –sin decírselo y sin ni siquiera pensarlo– que están dispuestos a pasar juntos el resto de su vida, es decir, en una prueba de que el amor existe. La vida no puede ser más bella. “La mélodie du bonheur” –un somnoliento jazz de amueblado, como esos bodegones poco pretenciosos que se cuelgan en las paredes del living– introduce luego un tono apaciblemente nocturno a la historia, mientras cierra el primer acto.
“L’observatorie” recupera la tristeza que ya se dejaba ver en el obertura. La canción transporta hacia el momento inmediatamente después de la primera catástofre (inteligentemente escamoteada), cuando la agitación ya culminó y la irreversibilidad de los sucesos se revela como ley ineludible. Luego, la resilencia: “La monotonie” contagia de vivacidad y optimismo a aquella tristeza; el sufrimiento no es más que una parte de la vida. Pero “72 trombones avant la grade parade” –el recuerdo triste (el asesinato de JFK) de lo que debería haber sido una celebración alegre– rompe con la indiferencia ante el dolor que “La monotonie” pretendía imponer (incluso el piano de “Novembre…” se repite, pero sin tanto protagonismo).
Cambio repentino; “Los Angeles” emerge en medio el paisaje. Parece sugerirse una fuga, una aventura lejos de casa. Sin embargo los sueños nunca son como se los sueña. La siguiente canción, “La palmeraie”, parece ilustrarlo. Una palmera de neón o una de carbono son igual de falaces en una selva urbana como en la que están atrapados los personajes. Un ritmo artificiosamente tropical suena como en un espectáculo de café-concert, pero el relato es otro. Ya es obvio que las rosas murieron y las promesas se olvidaron. La voz de la cantante (Marilyn Monroe) se cuela detrás del desilusionado monólogo.
Y así ella se nos aparece, “Rose Kennedy”, escuchando las voces ya fantasmas de sus hijos, y sollozando ante su esposo muerto. Las noches son largas para Rose Kennedy.
Un flashback o un flashforward: “Les joggers sur la plage”. Si “Le cerfs volants” congelaba un momento de silenciosa felicidad ante los ojos de su protagonista, “Les joggers sur la plage” sublima un acto de amor apofático (una pareja trotando por una playa mientras se toman de la mano); sobre el final, mientras los violines imitan el sonido de las olas, se oye la tempestad que se avecina, con sus truenos y su piano crepuscular. Inmediatamente después nos encontramos “Sous le soleil du mois d’août”. Una canción suficientemente triste como “La monotonie”, pero eximida de la soberbia de aquella.
“Un été sur la côte” epiloga. El narrador –llamémosle Biolay–, en el mismo balneario donde Rose se marchita en soledad, toca el piano suavemente en un bar para turistas –digámosle el Casablanca– mientras la gente conversa de espaldas a él, frívolamente, sin escucharlo. La melodía que se escucha es vivaz, la que él toca es calma, anochecida.

* Hay una versión expandida con una canción extra y una versión de “Los Ángeles” alternativa que no altera en absoluto el sentido original de la obra, sino que, por el contrario, suma intensidad.

Las posibilidades de los claroscuros

Négatif (2003) es un álbum “extenso” y “complejo”. “Extenso” porque es doble y exige algo de paciencia para escucharlo de punta a punta, y “complejo” por la diversidad de tonalidades que mezcla sin forzar contrastes demasiado profundos.
La anécdota detrás de la obra es la canción “Négatif”, la cual fue compuesta contemporáneamente al disco Rose Kennedy, pero no llegó a integrarse a éste. Con esa piedra fundacional pesimista el resto del álbum trata de mantener cierta relación de dependencia. Sin embargo las canciones no se subyugan a esa referencia, y cada una explora las más diversas posibilidades, sin perder de vista el marco dentro del cual circulan. Así, por ejemplo, “Chaise à Tokyo” representa una pequeña y particular aventura pop, mientras que “Little darlin’” recicla una de esas viejas canciones countries de The Carter Family, en la que un nostálgico cowboy recuerda a ese amor redentor que lo ha rechazado y ante el que no puede hacer otra cosa más que lamentarse. “Glory Hole”, por su parte, apuesta por lo siniestro, o mejor, por lo sórdido, algo que podía esperarse de semejante título.
La pieza que abre el disco, “Billy Bob a raison”, narra la historia de Peggy Sue, una norteamericana anónima, heroína de aventuras irrelevantes, quien –alejándose de su desilusionado y reaccionario novio– se topa con cierto sujeto que será el artífice de que su rostro penetre en miles de hogares (pero no a través de las revistas o la televisión, sino en las cajas de leche; la canción “Holland Spring”, con ese eco tan vivo de la gainsbourgeana “Jane B.”, da más información sobre el asunto). No son las historias grandilocuentes las que aquí se cuentan, sino que más bien se opta por narrar ciertas épicas de lo cotidiano y lo inconsecuente, algo que hubiese hecho sonreír a William Carlos William. “L’autocar planche” es prueba de esto último.
En verdad Négatif es una suerte de relato en donde se mezclan personajes ficticios, hechos históricos, vivencias personales y ansiedades generacionales. Viñetas y recortes se superponen, se reenvían, se tocan subrepticiamente, se consuelan entre si.
Patrick Modiano, un autor francés muy apreciado por su talento para transformar la biografía y la autobiografía en recursos literarios, aparece a lo largo de todo el disco, pero en ningún lugar de manera tan explícita y deliberada como en “Nuits blanches”, humilde homenaje a una importante influencia artística. De Modiano, Biolay supo copiar su facilidad para tejer una continuidad entre lo trágico y lo cotidiano de un modo casi imperceptible. También del autor de Dora Bruder tomó su gusto por los paisajes y las locaciones urbanas, tan propias de Négatif como lo es su apuesta al folk como hilo conductor.
Hay temas instrumentales como “Exsangue” y “Billy Bob a toujours raison”, en donde el trip-hop y un rock de guitarras perversas demuestran la versatilidad de Biolay. De todos modos los dos momentos más altos del disco –aunque por diversos motivos– son “La pénombre de Pays-Bas” y “Des lendemains qui chantet”. En esta última canción se oye a Chiara Mastroianni susurrando detrás de Biolay, y en “Je ne t’ai pas aimé”, adelante.

* En rigor Négatif no es un disco doble, es más bien un disco con un EP de ocho tracks de regalo. Virgin Records –subsidiaria de la corporación EMI– lanzó en 2004 una reedición de sólo quince tracks y sin el EP. La nueva versión elimina “Holland Spring”, “Bain de sang”, “Billy Bob a toujours raison”, “Les insulaires”, “La dérive des continents”, “Dernier souper au château” y “Negative Folk Song / Boîte à musique”.

Pequeñas escenas de la vida conyugal

Lo primero que el oído capta al escuchar Home (2004) es el protagonismo de Chiara Mastroianni. Biolay se coloca cerca de ella, y la deja cantar, a veces en francés, a veces en inglés, y otras veces en franglais. El resultado no es malo.
En la “Chanson de la pluie”, “la canción de la lluvia que cae como si nada”, se nos sumerge en una especie de descenso hipnótico, colmado de tensión y aturdimiento, cuyo final es imprevisible. La pieza es obscura, y disiente con el prólogo inocente que la introduce. Algo de esto hay en el resto del disco.
“A house is not a home” y “Quelque part on m’attend”, los temas registrados con la coautoría de Chiara, son sombreadas historias de depresión doméstica y abandono; “Douce comme l’eau”, un breve momento de intimidad entre amantes. “L’Apologie” es una canción sobre aquel psicodisléptico cuyo consumo significaba antaño un esfuerzo por asumir el rol de beatnik, provo o hippie, y que hoy en día ha devenido una rutina trivializada. “She’s my baby” parece la fantasía que un hombre se imaginaría al comprar una caja musical para regalársela a una mujer que ya ha dejado la adolescencia. “Dance rock ‘n roll” ilustra la posibilidad de la salvación mediante el milagro de la danza, o, en un tono menos rimbombante, captura la alegría de una pareja (bien puede ser de conocidos o desconocidos) experimentada por su encuentro en una pista de baile durante una noche apacible.
Pero la escena más popular de esta banda sonora para viajes por la provincia es la bucólica “La ballade du mois de juin”, una historia de un accidente de auto, en la que muchos recordaron –casi forzosamente– a Jane Birkin apadrinada por Gainsbourg, pero en una versión lo-fi. En aquel momento la pareja Biolay-Mastroianni se compaginaba muy bien, algo que se aprecia sobre todo en “Tête à claques” y “Folle de toi”, las piezas más dialogadas de todo el álbum.
En aquel mismo año en que ese proyecto casero y artesanal de Biolay llamado “Home” vio la luz, también lo hizo el disco Clara et moi, la banda sonora [Bande Originale, BO] del filme homónimo.
Pensado para ambientar esa dura historia de amor que dirigió Arnaud Viard, la mitad del disco es instrumental: algunas canciones compuestas a base de piano  (“L’egoïste” y “Clara”), otras pensadas desde los violines (“L’Odéon”, “Toi rien…” y “Selfish Boy Rhapsody”). “Pour écrire un seul vers” se uniría a ese grupo si no fuese por el poema de Rainer María Rilke que se oye recitar a Michel Aumont. “Je mens”, una de las pocas piezas del disco en las que Biolay se dedica a cantar, es quizás lo más destacable de la obra, junto a la versión arreglada de “Des lendemains qui chantet”.

Un parisino en Texas

A l’origine (2005) fue todo un desafío para Benjamin Biolay. Sus dos primeros trabajos habían sido considerados dos triunfos rotundos, los dos siguientes, en cambio, meros ejercicios de innovación. A l’origine debía retomar la senda de Rose Kennedy y Négatif, y presentar a un Biolay en el ápice de su carrera. Es decir, para la época en que salió A l’origine, Biolay ya no tenía excusas para fallar. Todo lo que el disco fuese, sería también Biolay.
Con A l’origine se empieza a notar como la filiación norteamericana tan notoria en los trabajos anteriores comenzaba a diluirse hasta hacerse brumosa. Biolay, inevitablemente francés en Nueva York o en Los Angeles, comienza a aceptar (o asimilar) que su suerte es el Hexágono. Así deviene cada vez más parisino. El disco, de algún modo, expresa ello.
En “Tant le ciel était sombre” lo escuchamos rapear, en “Adieu triste amour”, cantar a dúo con la famosa Françoise Hardy. Hay canciones rockeras –como “Ground Zero Bar” (en donde aborda el atentado a la Torres Gemelas como tema), “Mon amour m’a baisé” (que tiene a Hardy susurrando) y “Ma chair est tendre” (oblicua evocación a Salvador)– que emulan el sonido de grupos como Bush o Garbage; hay también piezas melancólicas –como “Dans mon dos” (en la que ironiza contra Zeidel)– donde la huella de Jacques Brel se hace visible.
El centro de la obra es “L’histoire d’un garçon”, en donde Biolay se arriesga a practicar ese género tan francés de la autoficción, moda literaria vigente desde que Descartes publicara sus célebres Meditaciones metafísicas con las respectivas respuestas a sus objeciones. La canción “Paris / Paris” es una particular postal de la metrópolis producida por una voz enunciadora desdoblada entre la perspectiva de un nativo y la de un provinciano, y “Cours !” bien podría funcionar como la banda sonora para un alucinado y onírico escape de esos aplausos que se escuchan al principio. “A l’origine”, el tema inaugural, parece ser un manifiesto socialdemócrata, una discusión con los críticos y una alusión a Jean-Jacques Rousseau, mientras que “Mes peines de coeur” (canción que utiliza el coro de “Me voilà bien” pero en una versión fantasmagórica y que se cierra con el verso que también cierra el disco: “mais rien de moi ne restera” / “pero nada de mi quedará”) un mensaje para su público.

Death of a lady’s man

Si se escucha cuidadosamente, Trash Yéyé (2007) aparece como la continuación de A l’origine. No como una secuela, sino como un montón de canciones reservadas para un nuevo disco.
El término “yéyé”, adaptación francesa del inglés “yeah yeah”, lo inventó Edgar Morin en 1963, cuando –en unas notas publicadas en el diario progresista Le Monde– trató de englobar bajo un mismo nombre a todo el movimiento cultural que emergía a medida que las juventudes europeas comenzaban a hacerse socialmente más relevantes, e irrumpía con ellas toda una cultura adolescente caracterizada por el consumismo. Fueron épocas en las que sobraban quinceañeras desesperadas por aprender el nuevo baile de moda, los diseñadores de ropa combinaban colores vivos en sus diseños rupturistas, y la televisión transmitía esos interminables programas por donde pasaban los artistas del momento para cantar sus cancioncillas que incitaban a la danza. El optimismo era tan corriente que el pop de aquel entonces se escapaba entre el escapismo.
Ese universo del yéyé fue parodiado –con toda la irreverencia y el amor que las parodias suponen– por Morrissey, el famoso cantante de The Smiths, un descendiente bastardo de Oscar Wilde (quien a su vez afirmaba también ser un descendiente bastardo de Dante Aligheri). En efecto, aquellas canciones en las que Morrissey imprime su voz suelen tener ambientes azucarados o ritmos bailables, y sobre ellos se dejan oír frases abominables, descalificadoras, insumisas, satíricas, lapidarias. Es la ironía más fina, the british wit, utilizado como excusa para convertirse en una decadentista estrella del pop.
Trash Yéyé está atravesado por lo irónico, como si Biolay rindiera tributo a Morrissey, pero de un modo menos sutil e ingenioso y con mucho más ímpetu y enfado que el que sabe expresar el británico. No es que Biolay sea un neófito en el empleo de la ironía, pero en ningún otro disco había utilizado ese recurso con tanta insistencia. Fueron los duros momentos vividos antes, durante y después de la separación de su esposa Chiara Mastroianni los que, según se dice, inspiraron la mayor parte del disco. Se ve así a un veterano haciendo lo que mejor sabe hacer (componer canciones) pese a que las tempestades golpeen a su alrededor.
“Qu’est-ce que ça peut faire”, con una rítimica discoide o new-wave, remite a U2; “Rendez-vous qui sait” incorpora el piano de la canción “Clocks” de Coldplay para llegar a lugares que la banda inglesa no podría llegar ni con una nave espacial. “Laisse aboyer les chiens” es una reescritura de “A la origine”, canción a la que libera de su idealismo juvenil. En “Dans la Merco Benz”, Biolay arremete con desprecio contra las tentaciones (tras admitir haber caído en ellas); “Regarder la lumière”, por su parte, suena a una confesión y a una proclama. “Cactus concerto”, con la voz de un tenor y una soprano de fondo y la repetición de la frase “vete al diablo” in crescendo, es la más autoficticia y quizás la menos autobiográfica de todas las canciones del disco. En temas así se puede apreciar a un Biolay patibulario e incorrecto, cercano a Gainsbourg, o más bien a Bashung y Daho, dos herederos del “beau” Serge más próximos a Biolay por un tema etario.
Pero las canciones que abren y cierran el álbum son las dos mejores piezas de este rompecabezas sentimental: “Bien avant” es la típica misiva de quien se da cuenta que el rencor que gestó una obra ya no existe y es necesario hacérselo saber a quienes puede llegar a afectar, y “De beaux souvenirs” (epilogada por el track fantasma “Woodstock”) es una de esas elegías que cada tanto un artista se compone a sí mismo cuando se da cuenta que muchas cosas que antes hacía y revindicaba hoy son más bien muebles en la memoria.

El gran retorno de la música

Mediatizado por su fama, marginado por EMI de sus proyectos de negocios, criticado por sus declaraciones despectivas hacia sus contemporáneos, divorciado de las poses dandies de sus comienzos, se esperaba que La Superbe (2009) fuese un favor del propio Biolay a su carrera. Efectivamente lo es.
A través de la discográfica Naïve, Biolay ha producido un álbum que le permite gozar de su selectiva popularidad sin la necesidad de simplificar su arte. Ante una obra tan larga –22 canciones divididas en dos secciones de 11 cada una– uno se siente tentado a buscar correlatos entre la primera y la segunda parte del disco, sin embargo cada pieza tiene mérito propio y todo el edificio se dibuja como una estructura coherente, tomando en cuenta que esta vez, a diferencia de la época de Négatif, Biolay fue más juicioso al elegir sus canciones.
 “La Superbe”, un intento de épica contemporánea, es evidentemente lo más trabajado del álbum. Se ha señalado a Morrissey, a Lai, a Gainsbourg y a Ferry como influencias de la canción. Nosotros quisiéramos agregar otro nombre a esa lista: Francis Scott Fitzgerald. “La Superbe” remite al Gran Gatsby; si bien no de un modo directo, lo hace al menos en su ambigua poética sobre la posibilidad/imposibilidad de convertirse en el self-made man que accede a la felicidad tras realizar el sueño americano. Fitzgerald, a través de sus novelas, planteaba la idea de asumir una visión doble, mediante la cual  fuese posible sumergirse emocionalmente en una obra y mantenerse alejado de ella al mismo tiempo para poder así criticarla con ecuanimidad. Esa polaridad generaría una tensión dramática en la que la confianza en la voluntad pareciera, por un lado, infinita, mientras que por el otro se vislumbraría completamente cercenada. Al parecer esa supone ser la forma más ingeniosa de practicar la autoficción: concebirse como actor pero también como espectador de la propia obra.
Sobre ese doble juego gravita el disco de Biolay. “Ton héritage”, biográfica y cruel, conmueve (siempre y cuando no se vea en la canción un ejercicio de arrogancia oratoria, sino, por el contrario, un diálogo sincero entre padres e hijos). “15 août”, un momento indie, y “Padam”, un reggae enérgico, también emergen de lo íntimo.
“Brandt Rhapsodie”, escrita junto a la cantante Jeanne Cherhal, es una suerte de parodia de la “nouvelle scène française” a la cual ambos artistas pertenecen, o mejor dicho, es una suerte de parodia de ese espacio inventado por el deseo de dinero de las empresas y mantenido por el servilismo de la prensa al cual se han vinculado los nombres de Biolay y Cherhal. Básicamente la canción es una suerte de diálogo sordo entre una pareja, efectuado a través de algún medio de comunicación limitado por la extensión, como pueden ser los mensajes de texto o las notas que se adosan sobre la puerta de la heladera. Pedro Abelardo decía que era más fácil ser atrevido por escrito que mediante el habla; aquí terminan escribiendo listas de supermercado.
En “Lyon presqu’île”, Biolay mezcla recuerdos y fantasías sobre la que fuese la ciudad en la que creció.  “Buenos Aires”, con la voz fantasmática de Carlos Gardel y un poema recitado por Federico Schindler por encima de un punk frenético, es su homenaje a aquella ciudad cuya bohemia vernácula lo hizo sentirse más cómodo que en su hogar. Ambas canciones juegan con lo hispanoamericano, ya sea por lo musical (el ritmo flamenco de la primera canción) o por la temática (la referencia al “cartonero” de la segunda). Otra canción que también tiene un aire hispanoamericano es “Tu es mon amour”, donde la percusión y las guitarras agudas nos recuerdan a Manu Chao cuando se decide a no ser ruidoso.
A diferencia de lo que sucedía en Négatif en donde el minimalismo depresivo sobrevolaba como un águila dispuesta a atacar con sus garras de acero, en La Superbe se nota el esfuerzo por no volver sobre esos pasos. Por ello, como un gallo que tenazmente se despierta a tiempo para cumplir con su trabajo de cantarle al sol, todas las canciones del disco apuestan al trabajo arduo y a la omisión deliberada de los silencios, al lujo antes que a la austeridad.
Rapeando sobre una base obscura (“Miss Catastrophe”) o cantando sobre el pop de guitarras amables (“Reviens mon amour”), Biolay demuestra que a pesar de todo todavía tiene el don para hacer canciones de amor. “Si tu suis mon regard”, una canción estival y adolescente, es evidencia de otra cosa: Biolay prueba entender tanto su oficio al punto tal de permitirse armar el disco que más lo satisface y además darse el lujo de regalarle a la rotación diaria de las FM una pieza secundaria para que la conviertan en hit. “L’espoir fait vivre” también tiene vocación pop, pero de tan pía suena a cínica.
“Prenons le large” y “La toxicomanie” dejan entrever la maestría de Biolay (para componer o para plagiar) en los dominios de la new-wave y del jazz, respectivamente. “Assez parlé de moi” es un experimento en el terreno de la música electrónica más inquieta. “Sans viser personne”,  “Tout ça me tourmente” y “Jaloux de tout” verbalizan ciertas ansiedades de un modo artísticamente efectivo, permitiéndole al álbum sumar elogios para Biolay.           

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