domingo, 6 de junio de 2010

Ma grand-mère la rose

La vida en amatista

Cuando, en 2008, Françoise Hardy publicó Le désespoir des singes, a muchos les pareció que la cantautora le anunciaba al mundo su definitivo retiro de la vida pública. La autobiografía de esta señora –que en aquel momento contaba con 64 años– es un libro sincero pero a la vez discreto. Sus páginas recogen pudorosas confesiones, y omiten todo aquello que podría ser considerado una revelación sensacionalista. Nada de drogas, sexo ni rock and roll para Françoise, pese a que en su momento llegó a estar muy vinculada a esa escena. En los diversos capítulos figuran –algunas veces explícitamente, otras veces mediante alusiones– toda clase de reconocidas personalidades (como Bob Dylan, Patrick Modiano, Serge Gainsbourg, Mick Jagger y John Frankenheimer sólo por nombrar a cinco), pero retratadas con respeto y sin profundidad, como si todos fuesen parte de una película sobre la cual Hardy no puede decir si la protagoniza o sólo la observa.

El texto deja la sensación de que la narradora de la historia, ya canosa y con el rostro arrugado, nunca dejó de ser esa adolescente tímida y recatada que Paco Rabanne e Yves Saint-Laurent vestían con sus vinchas, sus botas blancas y sus minifaldas, mientras alguien de la disquera Vogue le comentaba sobre como sería su agenda para los próximos seis meses. Por ello, en el fondo, el libro no es más que un catálogo de banalidades. Es decir, después del retrato sobre su infancia y adolescencia, Hardy pasa al relato sobre su salto al estrellato durante la década de 1960, una década agitada que incluye incontables viajes por Europa, la participación en el festival Eurovisión de Londres de 1963 –representando a Mónaco–, la filmación de varias películas (incluyendo una dirigida por Jean-Luc Godard, una guionada por Woody Allen y otra musicalizada por Ennio Morricone), y su metamorfosis como heroína de historietas cuando el belga Guy Peellaert publicó Pravda, la Surviveuse. Concluido ese periodo, en el que Hardy se sentía una aprendiz tironeada de un lado hacia el otro por los inversores, asistimos a una interminable historia de altibajos y claroscuros.

En realidad el texto se concentra en la cuestión familiar, al principio con la familia heredada y después con la familia formada: ninguna de las dos –hay que decirlo– pudo evitar la disfuncionalidad. Quizás conmueva a algún lector conocer la historia de la abuela tiránica, la hermana esquizofrénica, el padre homosexual o la madre eutanasiada, pero sin dudas divertirá o entristecerá (dependiendo de la perspectiva) lo que escribe sobre Jacques Dutronc, su marido hasta 1988.

Hardy sostiene que tras fracasar en sus intentos por aprender la jerga lacaniana se introdujo en el estudio de la astrología bajo la dirección de Jean-Pierre Nicola –un estudioso poco apreciado por el eminente Patrice Guinard. Su intención, tal vez, era aprender a leer a las personas, conocerlas mejor de lo que ellas se conocen a si mismas, al mismo tiempo que aprendería mucho sobre quién era ella realmente. Dicho de otro modo, al parecer Hardy se comprometió profundamente con la astrología (llegó a tener programas de radios y a escribir libros sobre el tema) para afianzar su identidad y fortalecer su personalidad. Sin embargo la relación con su marido condicionará sutilmente todo ese proceso.

En una reciente entrevista aparecida en Paris Match, Dutronc dice: “al lado mío, ella corre el riesgo de volverse menos inteligente. Mi caso, en cambio, es al revés.” Y esas palabras reflejan bastante bien quien es Dutronc, especialmente cuando un poco después agrega: “yo prefiero mirar un olivo antes que leer un libro”.

Para Hardy, Dutronc es algo así como el príncipe azul que se casa con la princesa rosada. Y al sumar azul y rosado se genera una suerte de violeta, el amatista. A ese tipo de color se lo suele asociar a lo incorpóreo, aunque hay quienes lo ven ligado a lo ilusorio y, en muchos casos, a la muerte. Algo de ello hubo entre Jacques y Françoise. Él: mujeriego e irreflexivo. Ella: hogareña y meditativa. En la entrevista de Paris Match ella dice que se separó de él porque la afectó la crisis de los cuarenta, y él replica que, por su parte, vive esa crisis desde que era un muchacho de 16 años. La mujer que quiere crecer, el hombre que se resiste a hacerlo: algo así fue el matrimonio Dutronc-Hardy. Por esa extraña relación amorosa –en la que ella vivió en el idealismo, la fidelidad, el perfeccionismo, y la angustia, y él en el pragmatismo, los amoríos, la desidia y la seducción– la delicada joven que conoció el éxito laboral tempranamente, termina expuesta como una frágil mujer madura que no sabe exactamente que hacer con toda su fama.

Un laurel para Hardy

Ciertas mujeres de 66 años suelen dedicarse a la fabricación de velas aromáticas, a la jardinería y floricultura, a la pintura de manera amateur, a la cocina gourmet para ocasiones especiales, a la lectura (de libros de autoayuda o de libros de Proust, o también a la lectura de libros sobre Proust en clave de autoayuda), a la decoración de interiores y a hacer pátinas sobre los muebles de madera. En la rutina de Françoise Hardy, lo sospechamos, figuran esas actividades, pero la veterana cantante le suma otra: grabar discos.  

La pluie sans parapluie es el noveno álbum que Hardy edita en las últimas tres décadas, y quizás uno de los mejores de su carrera. Desde principios de los sesenta hasta mediados de los setenta, Hardy cultivó un ritmo frenético de trabajo, en el que editaba algo así como un disco por año y se dedicaba a cantar en otros idiomas para abrirse mercados. Cuando nació su hijo (el músico Thomas Dutronc) comenzó a alejarse de la escena musical francesa, para hacer reapariciones esporádicas, celebradas por los fanáticos y promocionadas por la prensa. Esta es una más de ellas, después de que muchos la daban ya por jubilada.

Alain Lubrano supervisa la versión final del producto, que lleva el sello de Hardy en casi todas las canciones, apareciendo como autora de las letras (pues Hardy era de esas extrañas muñecas del yé-yé que podían escribir poemillas digeribles y tocar la guitarra con sus propias manos). Hay algunas excepciones: “Mister” de La Grande Sophie, que es una suerte de balada tierna como algunas de las que canta Cat Power, y “Memory Divine” de Jean-Louis Murat, que es una especie de blues sensual y desafiante. Los hermanos Calogero y Gioacchino Maurici  componen la música de “Noir sur blanc”, una canción bastante lograda. Excepto por la sorprendentemente pop “Champ d’honneur”, la cálida “La pluie sans parapluie”, y la encantadora “Je ne vous aime pas” (en la que en algún momento creo escuchar, en una versión dulcificada, un esquema de acordes similar al de “London Calling” de The Clash) la colaboración directa entre Lubrano y Hardy no llega muy lejos. Esa última canción está dedicada a la veteranísima actriz Danièle Darrieux, una suerte de diva del cine francés de los cuarenta y cincuenta. También hay otra pieza con dedicatoria: “Un cœur éclaté”, que lleva una música un tanto obscura compuesta por Pascale Daniel, y que es un homenaje a Rosamond Lehmann, una escritora británica muy famosa en la década del treinta.

El disco se cierra con “Les mots s’envolent”, una canción compuesta en letra y música por (y probablemente para) Arthur H, y que Hardy no sabe encontrarle el mejor tono. De cualquier modo, más allá de un cierre poco conveniente, alegra saber que a la famosa cantante, pese a la edad, aún le queda voz para cantar de un modo no muy diferente a como cantaba cuando empezó su carrera.

Extracto:


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