domingo, 22 de agosto de 2010

Pierre Drieu la Rochelle y Ernst Jünger: las concordancias


Deux individus contre l’histoire es un texto fundamental para aquellos lectores francófonos que busquen acercarse a las obras de Pierre Drieu la Rochelle y de Ernst Jünger. Su autor, Julien Hervier, es un académico que, además de ser una de las máximas autoridades sobre filosofía jungeriana en el mundo francófono, ha traducido del alemán al francés varias obras de Friedrich Nietzsche, Martin Heidegger y Hermann Hesse; tiene también el mérito de haber editado numerosos textos de Drieu la Rochelle, incluyendo su Journal del periodo 1939-1945, en el que el autor de la famosa Gilles (1939) expresa dolorosamente su pesimismo cada vez más sombrío.
Al leer la reedición de este año de Deux individus contre l’histoire, un libro publicado por primera vez en 1978, queda en evidencia que el trabajo refleja el contexto en el que fue escrito y presentado como tesis doctoral de Estado en la Sorbona: la Guerra Fría había entrado en un periodo de détente, lo que en Francia significó la conformación de un “frente antitotalitario” –integrado por el PS y el PCF– que amenazaba con barrer al sistema capitalista dentro de los márgenes de la república, para allanarle el camino al triunfo de alguna clase de engendro socialista próximo a la URSS. A causa de ello el texto tiende a sonar exaltado en algunos párrafos, pero aún así su espíritu crítico con respecto a los autores que aborda no queda completamente diluido. En el posfacio agregado para la ocasión, Hervier señala que de haber tenido a la mano los cinco volúmenes de los diarios que Jünger publicó durante las últimas décadas de su vida, la exposición del pensamiento del alemán sería mucho más profunda y aguda; en lo que concierne a Drieu, el académico, por el contrario, no siente deseos de hacer aclaraciones severas sobre lo que escribió acerca de su obra, e insiste en la conveniencia hermenéutica de su presentación del escritor como un pensador preocupado principalmente por la dimensión religiosa del hombre, lo que apunta a liquidar la mirada convencional sobre el autor de Fuego fatuo (1931) que lo encasillaba como a un incorregible seductor de mujeres que aprovechaba los intervalos en los que dejaba su cómoda horizontalidad acompañada para redactar explosivos panfletos políticos –sus intercambios epistolares con Victoria Ocampo (recogidos en el libro Lettres d’un amour défunt, correspondance 1929-1944, publicado por Bartillat en 2009 bajo la dirección del mismo Hervier) muestran además que Drieu no era un personaje tan abominable como habitualmente se piensa, pues era capaz de la incertidumbre, el atormentamiento, y la autocrítica.
Para Hervier tanto Drieu como Jünger fueron dos escritores de espíritu individualista y de modales aristocráticos, que abordaron espinosos problemas de filosofía de la historia desde una mirada muy sabia. Deux individus contre l’histoire se divide en torno a cuatro tópicos: la Guerra, la Política, la relación entre la Biografía personal y la Historia colectiva, y la Religión. A continuación comentaremos cada sección:

Guerra: el francés Drieu y el alemán Jünger coincidieron en percibir a las guerras como una suerte de “ley natural”. A ambos lo marcó en su juventud la Primera Guerra Mundial: Jünger produjo Tormentas de acero (1920) y Drieu, La comedia de Charleroi (1934). Sin embargo los dos autores repudiaron los conflictos bélicos modernos, pues los concibieron como atravesados por la deslealtad y gobernados por la miseria. Tal es así que Drieu, al vivir el drama patético de la Segunda Guerra Mundial, llegó incluso a plantear la urgencia del pacifismo.
Política: en este ámbito ambos abandonaron el nacionalismo de sus inicios, decantándose hacia proyectos más ambiciosos (una Europa Federal en el caso de Drieu, un Estado Mundial en el de Jünger). Los dos exigieron una revolución, pero la del alemán  pretendía ser “conservadora” mientras que la del francés buscaba ser “fascista”. Cultores de la metapolítica, se puede afirmar que su postura intelectual frente a las politiquerías de sus respectivas épocas siempre fue una suerte de compromiso reservado. Es decir, Jünger y Drieu, dos hombres de aparente gran coraje, bien sabían que quedarse al margen de los acontecimientos como meros espectadores era cobardía, pero entendían también con bastante lucidez que participar plenamente de ellos era estupidez: de allí que se pueda decir que los dos fueron “espectadores comprometidos” de su época. Drieu lo señala: “un verdadero intelectual es siempre un partisano, pero un partisano siempre exiliado: siempre un hombre de fe, pero siempre herético”.               
Relación entre la Biografía personal y la Historia colectiva: al ser dos hombres de personalidad fuerte, era lógico que Drieu y Jünger profesasen el individualismo, instando a cada hombre a afirmarse como un ser único e irrepetible. Aún así ninguno mostró ni un atisbo de egoísmo.
En cuanto a la Historia, el libro de Hervier nos presenta a un Jünger spengleriano, que rechazaba sin titubear las habladurías marxistas e iluministas sobre la historia, y apostaba por pensar a ésta como un proceso cíclico. Drieu, por su parte, coqueteó con el marxismo en lo relativo a la historia, pues, aunque hiperbólicamente pesimista, nunca renunció a la búsqueda de un sentido unificador que subyaciera debajo de los mares de acontecimientos.
En sus “novelas utopistas” ambos fustigaron a su presente, pero sus estrategias, señala Hervier, difirieron: mientras que Jünger desfiguró sus circunstancias hasta sumergir a su narrativa en un mundo construido por su imaginación, Drieu desarticuló el pasado para hacer emerger lo actual. Esta apreciación de Hervier se constata al leer Sobre los acantilados de mármol (1939) y Heliópolis (1949) de Jünger. La primera novela –una obra que le ayudó a moldear El desierto de los tártaros (1940) a Dino Buzzati, le inspiró El mar de las Sirtes (1951) a Julien Gracq, y le sugirió Esperando a los bárbaros (1980) a J. M. Coetzee– es un relato deliciosamente simbólico, en el cual George Steiner, torpemente, quiso ver un acto de resistencia al hitlerismo, cuando en realidad Hitler era tan insignificante para Jünger que jamás tomaría tan en serio a ese cabo bohemio como para hacerlo parte de su universo estético; la segunda novela, por su parte, es una reescritura de la primera, pero ésta si está contextualizada para reflejar las desgracias generadas en torno a la guerra civil que acababa de sufrir la humanidad (el texto va a ser nuevamente reescrito para, en 1977, devenir Eumeswil). En el caso de Drieu se puede interpretar felizmente a Beloukia (1936) y a El hombre a caballo (1943) a la luz de lo que sostiene Hervier: en el primer relato –influenciado por El jardín de Berenice (1891) de Maurice Barrès– la acción transcurre en un Bagdad mítico y la trama gira en torno al tema de la (auto)traición; el segundo relato es mucho más atrevido, pues se inventa una Bolivia de heroicos caudillos, oportunistas jesuitas y despreciables masones en el que el heroísmo se consume irremediablemente (del mismo modo en que por esos años lo hacían Berlín y Vichy).
Quizás a esta altura sea redundante agregarlo, pero hay que señalar también que para Jünger y Drieu la técnica moderna es la principal culpable de haber destruido a la civilización antigua sin proponer nada que la substituya, lo que obliga a los espíritus más despiertos del momento no a detenerla sino a domesticarla y concebir algo novedoso que reemplace a las ruinas en las que se vive. 
Religión: en materia de religión, Drieu y Jünger fueron muy coincidentes en sus planteos generales, pero profundamente diferentes en cuanto a los detalles. Ambos defendieron a la religión contra el terror del racionalismo, y –como buenos nietzscheanos– estuvieron convencidos de la muerte del Dios personal y atentos a la necesidad de edificar una nueva forma de aproximación a lo divino.  
Hervier se regocija en resaltar el desarrollo del pensamiento religioso de Drieu. A medida que envejecía, el autor de Burguesía soñadora (1937) comenzó a renunciar a las mujeres, a rechazar la acción política y a tornarse más religioso: pasó del paradigma del Guerrero de su juventud al del Sacerdote de su madurez (en Jünger el paso es similar: del Soldado al Anarco). Las novelas que Drieu escribió desde que alcanzó su quinta década de vida van a ser para Hervier “ensayos teológicos”. Admirador del catolicismo, Drieu vio en su sistema el arcón en el que Europa fue depositando su sabiduría a través de los siglos. Por ese motivo él detestaba la versión museificada del cristianismo actual, pues la Iglesia contemporánea –aliada a la burguesía– representa la degeneración del catolicismo y manifiesta el declive de Occidente. Drieu apostó por un cristianismo viril, aquel que hacía de Cristo un dios que no tenía nada que envidiarle a los del Olimpo o a los del Valhalla. Jamás halló una diferencia esencial entre cristianismo y paganismo, sino que interpretó a las dos religiones como maneras distintas –aunque no necesariamente contrapuestas– de acercarse a la Naturaleza; más aún quiso ver una suerte de reciprocidad entre las doctrinas y trató de figurar a la religio perennis que sustenta a todos los dioses y todos los disfraces.
Jünger cultivó también una visión espiritual sobre el mundo, pero fue tacaño a la hora de escribir la palabra “Dios”. Aunque simpatizante de lo religioso, jamás se comprometió con un credo particular (pero si utilizó hermosamente el imaginario bíblico en varios de sus libros, especialmente en sus diarios escritos durante la Segunda Guerra Mundial). Aceptó la idea nietzscheana del “Dios muerto”, aunque no vio en ello un impedimento para la religión, sino todo lo contrario; en ese sentido, siguiendo a Léon Bloy, concibió a su época como la del “Dios retirado”, la que anunciaría el inicio del Tercer Reino, que es el del Espíritu que viene a suprimir conservando o a conservar suprimiendo al del Padre y al del Hijo. Por ello, al igual que Drieu, Jünger encontró en el nihilismo ateo al principal enemigo de la humanidad.

Ernst Jünger y Pierre Drieu la Rochelle fueron dos hombres que se encontraron frente a frente en sus respectivas trincheras -donde bien pudo uno haber dado muerte al otro. Al compararlos, Hervier apunta que ellos fueron el producto de mezclar un espíritu reaccionario con una voluntad revolucionaria. Ambos estuvieron fascinados por explorar las posibilidades del individualismo metafísico y por planificar el advenimiento de una nueva aristocracia que desafiase el orden burgués que ha conducido a Occidente hacia la decadencia; sus trayectorias, sin embargo, fueron distintas: Jünger vivió más de 100 años, atravesando el siglo XX de punta a punta, e interpretándolo tal vez del modo más brillante en que un europeo podía hacerlo (Borges lo admiró tanto al punto de ficcionalizarlo en su cuento “Deutsches Requiem”, incluido en El Aleph); Drieu, por el contrario, se quito la vida él mismo en marzo de 1945 antes de que los bárbaros se regocijaran al verlo desplomarse, como bien habían hecho con Robert Brasillach un mes antes –de nada sirvió que en su novela Les chiens de paille (escrita sobre el final de la Gran Guerra y publicada póstumamente en 1964) intentase salvar su vida beatificando a Judas; al final él terminó como Walter Benjamin, quien, pese a lo que David Mauas o Suleyman Ahmad Schwartz hayan fabulado, supo antes de tiempo que su muerte lo encontraría a través de su propia mano cargada de terror.

* Hervier, Julien. Deux individus contre l’Histoire. Pierre Drieu la Rochelle, Ernst Jünger. Eurédit, París, 2010, 85 €

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