viernes, 20 de agosto de 2010

La dura ilusión

Pese a que suele existir una verdadera compenetración entre los artistas y sus obras, es algo muy común que la vida de muchos de ellos no se asemeje a lo que producen. Generalmente el artista se expresa con el propósito de lograr a través de su producción lo que no pueden conseguir en su cotidianeidad. Es decir hay mucha gente capaz de producir belleza sin que necesariamente sus vidas sean eventos bellos. Pienso en Caravaggio, aquel magnífico pintor cuyo trabajo representó una verdadera transformación en la pintura de su época, y que, sin embargo, vivió una vida desordenada, arropada por el alcohol y llena de pleitos y disputas contra toda clase de gente. En Francia hay miles de casos similares, pero el que concierne aquí es el de Jacques Tati.

En efecto, si uno mira las películas de Tati descubre a una persona dueña de una perspicacia maravillosa y de una mirada profundamente humana. En cambio si uno lee su biografía encontrará a un hombre lerdo, dominador, inculto, lioso, ignorante, sin más intereses que leer los diarios a la mañana para conocer las novedades deportivas sobre las que conversaría durante el día. Cuesta creer que de un hombre así haya surgido una película tan hermosa como Jour de fête (1949), pero los hechos no mienten.

Tati fue muy discreto durante su vida. Tenía sus motivos. Si se consulta el libro Jacques Tati (Gallimard, 2007), escrito por Jean-Philippe Guérand, nos enteramos que, en 1940, nuestro artista, “que tenía la edad de Cristo”, trabajó en el Lido (un cabaret parisino que presentaba espectáculos sólo para las autoridades de la Ocupación alemana) y se vinculó con una bailarina austriaca que también se empleaba allí. Un tiempo después, de esa relación nació, “a través de un embarazo involuntario”, una niña que, “al carecer de pruebas de ADN” –como anota Guérand–, nunca pudo establecer una relación oficial con su padre. Según la hagiografía de Guérand, ese episodio demuestra que la vida de Tati también tuvo lugar para “equivocaciones y deslices inocentes”.

Al leer Jacques Tati: his life and his art (Harvil Press, 1999) de David Bellos, se nota que esa historia es relatada con más detalles. Allí queda en evidencia que si bien Tati si fue un buen burgués defensor de los viejos valores de antaño, también fue capaz de atentar contra la virtud. El libro de Bellos, a diferencia del de Guérand, deja en claro que no hace falta la intachabilidad moral para ser un buen artista. El famoso traductor de Perec al inglés sigue con detenimiento los actos de Tati durante la Segunda Guerra Mundial. Descubre así que en aquellos tumultuosos primeros años del conflicto bélico, Tati convivió con Herta Schiel, la prometida de un judío emigrado tras el Anschluss. En 1942, al enterarse de que Herta estaba embarazada, Jacques le propone abortar al feto; ante la negativa de la mujer, él decide abandonarla, pues una bailarina de cabaret no era conveniente para un descendiente de la aristocracia rusa (recordemos que el apellido auténtico de Tati era “Tatischeff”). Semejante decisión canallesca le hizo ganarse el odio de la gente del circuito teatral y cabaretero parisino. La pequeña Helga Schiel creció entre colegios internados y hogares adoptivos de Francia, Marruecos y Austria, viendo a su padre biológico sólo a través de las revistas y de las películas.

Durante varios años Helga trató infructuosamente de establecer relación con un hombre que, a cambio de dinero, había conseguido que su madre le firmase un documento según el cual lo eximía de toda responsabilidad legal sobre ella. Finalmente Helga, ya convertida en una mujer, se casó con un empresario británico a quien conoció durante unas vacaciones en España, y se convirtió en una más de las miles de amas de casa de Inglaterra.

Todo este chismerío que expusimos en las líneas precedentes sirve para comprender, al menos parcialmente, a L’illusioniste, la más reciente película de animación dirigida por Sylvain Chomet, construida en torno a un guión que Tati escribió hacia finales de la década de 1950 (pero sin la intención de que fuese un filme animado). A Chomet se lo admira en Francia por ser el autor de la excelente Les triplettes de Belleville. Si bien L’illusioniste tiene muchos puntos en común con Les triplettes de Belleville, difiere de ésta en sus aspectos de fondo, pues mientras que Les triplettes de Belleville apostaba a la farsa y al grotesco, L’illusioniste, por su parte, es cándida, melancólica y contemplativa. Ello quizás se deba a que toda la película resulta una suerte de homenaje a Jacques Tati, antes que una verdadera adaptación de un guión original.

Chomet incluye referencias muy personales (como la aparición de un espeluznante conejo blanco carnívoro como mascota de uno de los personajes, que representa algo así como la antípoda perfecta de Thumper, el conejo de ojos cristalinos que aparece en la adaptación al cine animado que hizo la compañía Disney de la novela Bambi, eine Lebensgeschichte aus dem Walde de Felix Salten), pero trata de ser fiel a la particular filmografía de Tati. Tati era mimo, por lo que toda su vida fue muy hábil para filmar con diálogos exiguos y mucha presencia física. Su personaje más famoso, Monsieur Hulot, tuvo como abuelo al inolvidable “Charlot” de Charles Chaplin y al simpático “Mr. Bean” de Rowan Atkinson como nieto. L’illusioniste se vale de todos esos recursos del cine mudo que tan inteligentemente explotó Tati para poner en escena a un viejo mago, amable y gentil, tal vez un poco torpe, que, de un día para el otro, se ve cada vez más desplazado de los escenarios parisinos por el rock –que comienza a hacer furor mientras se avecinaba la década de 1960. Así, frente a la reconversión de la industria del entretenimiento, el mago, en una típica actitud francesa de mediados del siglo pasado, y en una típica declaración política de Tati, decide viajar a los pueblos para continuar trabajando de lo que le gusta.

En sus viajes (la historia original narra un viaje de París a Praga, pero en la versión de Chomet el destino final es Escocia, el país en el que el cineasta actualmente vive) el mago conoce a Alice, una joven que se maravilla con su magia. Él se encariña con ella, y a partir de allí se establece un vínculo paterno-filial entre los dos personajes. El mago, una versión caricaturizada del propio Tati, hará todo lo posible para no liquidar la ilusión en la que vive Alice, esforzándose para poder mantener la fantasía, retrasando el desengaño que acecha a la niña.

Sabiendo que Tati escribió el libreto de la película pensando en la cuasi huérfana Helga –que sólo lo conoció a través de sus encantadoras películas, pero no en su plana realidad cotidiana–, uno se siente tentado a sugerir que el mensaje de la película gira en torno a la idea de que tal vez es mejor preservar las chispeantes ilusiones y no dejarse desencantar por la opaca realidad, de que tal vez conviene mantener viva la fantasía antes que llegar a la indulgencia. Dicho de otro modo, quizás la película intentó ser la manera en que Tati pretendió explicarle a su hija cuál fue el motivo para no querer verla.

Más allá de lo argumental, la película se destaca por la minuciosa elaboración de la imagen. Aunque utiliza el 3D y se vale mucho de computadoras, deslumbra sobre todo por la paciente y puntillosa creación de los dibujos en 2D. En ese sentido Chomet (y el equipo que trabajó arduamente con él) rinde un homenaje a los clásicos de Disney que marcaron su infancia, y demuestra que la animación de Francia es tan atrapante para niños como para adultos.

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