domingo, 24 de julio de 2011

Antoine Loyer, ave del paraíso

En 1991 una canción titualda “Le courage des oiseaux” le consiguió a su autor, el famoso Dominique A, el respeto y la admiración de gran parte del público francés habituado a consumir rock. En aquel entonces, Dominique A buscaba romper las barreras clásicas de la chanson française para permitir una renovación sonora en su seno, y el recurso del rock se mostraba muy tentador. Afortunadamente el cantautor nantés consiguió su objetivo, y cientos de artistas, en los últimos veinte años, tomaron su ejemplo como un punto de partida para dejar volar su talento. Antoine Loyer, un joven parisino de 27 años, es uno de ellos. 

Con precoz maestría, su primer disco, Poussée anglaise, está lleno de canciones que se parecen sólo a si mismas, canciones que fingen inventarse a medida que son interpretadas, canciones viajeras llevadas por músicos de la India (con flautas, armonios y guimbardas), enrolladas en volutas de acordeón, repletas de arreglos puntillosos, inauditas y, a la vez, fluidas para el oído. Una efusión melancólica tan sensual como chispeante. 

Loyer se empeña en evitar los lugares comunes, como si pretendiese que su música escapase a la dictadura del espacio y del tiempo, como si buscase que la historia sea un mero error de apreciación. Su voz suena como la de un afilador de barrio, un resero de bueyes o un bluesman a bordo de una carreta que transporta mercadería; o quizás su voz no se asemeje en nada a esos personajes inverosímiles, y al escuchar a Loyer escuchemos a un joven contemporáneo intentando cubrir el rol de chanteur, aquel con el cual todos coquetean pero al cual ninguno asume plenamente.


Expresándose como un poeta de antaño, Poussée anglaise presenta a Loyer como a un creador de formas. El disco tiene una atmósfera febril, una difusa inquietud cuyo origen resulta imposible de descifrar. Pareciera ser que, en algún momento, Loyer abandonó la vida confortable, inerte e idiota en la que habitualmente se vive, para retornar a lo elemental de lo existencial. Él habla, pero, al mismo tiempo, calla muchas cosas. De su infancia o de su adolescencia, poco nos enteramos. Confiesa, eso si, su pasión por la pintura, actividad a la que ha debido renunciar a causa de la falta de dinero.


En “A un crâne qui n’avait plus sa mâchoire extérieure”, Loyer se sumerge en el París de Miles Davis, Juliette Greco y Louis Malle. “Chanson pour Mélanie”, por su parte, se hunde en el mismo río en que lo hizo Jeff Buckley. Otras canciones son menos sugerentes, pero aún así plenamente evocativas: una conserva modestos ecos de la escena del rock inglés previa a 1972, otra llega como postal de los imponentes castillos medievales ahora erosionados, y no falta aquella que termina siendo una visita guiada (en francés) por las ansiedades de los esplendores victorianos. Pero es “Infanterie” donde Loyer demuestra cuál es su horizonte. Cantando en un francés incomprensible (o en un esperanto aproximado), asistimos a la soledad de un poeta enfrentándose a un mundo de transferencias bancarias, pantallas que exponen cifras vertiginosamente y gente gritándole a fantasmas que nunca existieron. “Infanterie” vendría a ser algo así como un one hit wonder del siglo XIII, exhumado por un Thomas Chatterton adulto: la pieza está planteada como una fantasía militar que anuncia la inminente insurrección europea, pero predicando en simultáneo la importancia de los acuerdos de Schengen. 


A Loyer se lo siente rodeado por sus contemporáneos: Bertrand Belin, J. P. Nataf, Mathieu Boogaerts, Holden (Armelle Pioline, la cantante del dúo, aparece como invitada en “Rouge-Gorge”) y Arlt, pero también muy cercano a Dick Annegarn (Poussée anglaise incluye una versión de “La saule”) y al folk surrealista de Areski Belkacem, Jacques Higelin y Brigitte Fontaine. Es lícito, además, verlo junto a Braque, Giacometti, Miró, Marcel Marceau y René Char. Stéphane Mallarmé es otra referencia inevitable, pero particularmente el disco Poussée anglaise puede llegar a hacernos pensar súbitamente en el famoso “Almuerzo de remeros” de Auguste Renoir (de hecho la primera canción del disco lleva el nombre del pintor, y resulta ser una emboscada estética, colocada como preámbulo para obligar a las lectoras de Isa a pedir reembolso por su compra pero también para anunciar la coherencia del proyecto). En aquella obra las miradas ligeras han querido ver, simplemente, un retrato de la burguesía triunfante –como si Renoir hubiese pretendido ser una versión aggiornada de Watteau–; sin embargo, el ojo penetrante nota de inmediato que lo que importa en esa imagen no son las personas representada, sino la mesa en torno a la cual se reúnen, con sus copas, sus botellas, sus frutas, sus servilletas, en donde se oculta la meticulosidad del trabajo, en donde cicatrizan las incontables horas de soledad y disciplina desde donde emerge el arte.    


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