martes, 16 de septiembre de 2014

Le vieux rocker

Lo que caracteriza a la escritura de Michel Houellebecq es la bipolaridad de su tono. Él mismo lo confesó en una entrevista recogida en el segundo tomo de Interventions: “En el plano literario siento la fuerte necesidad de emplear dos enfoques complementarios: el patético y el clínico. Por un lado está la disección, el frío análisis, el humor; por el otro, la participación emotiva y lírica, de un lirismo inmediato”. 

Esta simultaneidad entre lo “patético” y lo “clínico” –o lo sentimental y lo cínico– explica bastante sobre su obra. El estilo de Houellebecq es normalmente torpe, hasta llega a tener cierto aire chabacano; leerlo me hace pensar a veces en alguien que quiere decorar su departamento y para eso se limita a elegir una opción de un catálogo de Ikea, sin comprender demasiado lo que ella significa. Sin embargo, en ocasiones esa escritura burda es interrumpida por algún giro sutil o por algún cambio de ángulo penetrante, y, de repente, su literatura se torna profunda y movilizadora. Al lector, entonces, le queda la impresión de que hay un trabajo inteligentísimo con el significado de la mediocridad: en un mundo de pequeños burgueses cada día más aplastados por el racionalismo moderno y cada vez más desplazados por su tecnificación deshumanizadora, pareciera haber una posibilidad para la poesía que, si bien no llega a abrirle la puerta a lo sagrado, al menos le permite a ello destellar en medio de la obscuridad actual.  

El coleccionista de instantes

Lo que le dio fama a Houellebecq han sido sus novelas. La última de ellas, La Carte et le Territoire (2010), fue acusada por el periodista Vincent Glad de Slate.fr de contener numerosos pasajes plagiados de diversas fuentes como Wikipedia o el sitio web del Ministerio del Interior francés. Houellebecq se defendió diciendo algo así como que no estaba robando textos ajenos ni valiéndose del esfuerzo de otro para engordar su libro, sino que todo se trató de un calculado trabajo para criticar ese uso instrumental y protocolar del lenguaje que es tan frecuente en la Internet (su batateo llegó tan lejos que hasta incluso dijo que le gustaría emplear una demostración matemática en una novela futura para fustigar a la tecnocracia). Al mismo tiempo dio a entender que, al fin y al cabo, lo que importa de sus narraciones no son las grandes parrafadas descriptivas sino los breves instantes poéticos, los cuales tienen el poder de jaquear a la alienación –que vendría a estar representada aquí por el amontonamiento de cruda información.  

Pues bien, si lo que vuelve tolerable a la prosa de Houellebecq es la presencia de unos cuantos versos cuidadosamente elaborados y discretamente colocados, es lícito suponer entonces que sus libros de poesía son grandes obras. Pero la realidad es distinta. Como poeta, Houellebecq no descolla. Es, de hecho, lo mismo que como prosista: un autor que a los pocos fragmentos que logra dotarlos de belleza y sabiduría los entremezcla con una escritura un tanto descuidada, la cual, como ya se ha vuelto obvio, no es intencional. 

Houellebecq escribe así como escribe porque es incapaz de hacerlo de otro modo. Por ello, al día de hoy, sobrevive gracias a la explotación de la figura de subversivo que supo inventarse hace veinte años atrás: de ejercer la crítica incendiaria contra el absurdo way of life del capitalismo tardío pasó a convertirse en el canalizador mediático de las incomodidades de la sociedad del espectáculo (la que se regocija con la islamofobia solapada que aparece en sus ficciones y convierte a la sexualidad en un producto de consumo al mismo tiempo que pretende escandalizarse por ello).  

Houellebecq, la discografía

Las colaboraciones entre escritores y músicos son muy comunes en Francia. Louis Aragon es un ejemplo de ello, pues Ferré, Brassens, Léonardi, Ferrat y muchos otros supieron interpretar sus versos sobre un fondo musical. La huella de Aragon en Houellebecq no sólo se manifiesta en la forma de versificar, sino también en su voluntad de introducir a su poesía en el universo de la música. Ello lo llevó a entrar en la órbita de diversos músicos que lo usaron como confesada inspiración (tal es el caso del grupo alemán Helium Vola o del cantante norteamericano Iggy Pop, o, incluso, de Carla Bruni-Sarkozy, quien registró bellísimamente la canción “La possibilité d’une île”). Pero también lo motivó a intentar devenir él mismo una suerte de estrella musical fichada por las discográficas: los discos Le sens du combat (1996), Présence humaine (2000) y Établissement d’un ciel d’alternance (2007) contienen numerosos poemas de Houellebecq recitados con su voz sobre un fondo musical de aire jazzero. 

Este año Jean-Louis Aubert lanzó Aubert chante Houellebecq - Les parages du vide, en donde el que fuese cantante de la extinta banda Téléphone musicaliza algunas piezas de Configuration du dernier rivage, un librillo de poemas que el ganador del Goncourt de 2010 publicase en el año 2013. 

Aubert es el Mick Jagger de los suburbios franceses, de corazón progresista y espíritu humanitario. Quizás por ello los poemas que escogió para cantarlos acompañados de música son, sobre todo, aquellos en los que Houellebecq minimiza la mirada satírica (lo más valioso de este autor) y busca sonar tierno y romántico. La obra de Aubert, por tanto, parece querer abordar el tópico de la desesperación, pero en realidad versa sobre la inocente aspiración a la felicidad. 

El disco se escucha con facilidad, y se olvida con aún más facilidad. Pese a la insistente promoción que la obra recibió, ello no cambia ese hecho. De todos modos lo que a todos les sorprendió un poco de este proyecto fue la imagen del sexagenario Houellebecq en los videoclips de Aubert: con la intención de colaborar con el músico, el escritor se prestó para las cámaras; sin embargo su aspecto es el de un octogenario, desplumado y desdentado, maltratado por la vida, como si fuese una especie de sobreviviente del alcoholismo o, directamente, un alcohólico descendiendo lentamente a la extinción. 

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