Chanson douce empieza por el final de la historia. Una escena
particularmente atroz inaugura el libro: un bebé muerto, una niña agonizante,
una madre aturdida, y una niñera –la autora del crimen– que falló al intentar
suicidarse. Tres páginas impactantes, un primer capítulo estridente. Sin
embargo el resto de la novela no posee la misma contundencia, ya que espiralea y
espiralea hasta diluirse en letra muerta.
La historia es protagonizada por
un joven matrimonio parisino de buenos ingresos. Paul y Myriam Massé son dos
jóvenes que se aman el uno al otro, y como fruto de ese amor han engendrado a
dos bellos niñitos: Mila y Adam. Sin embargo Myriam empieza a sentir que le
falta algo en su vida: mientras él progresa en su empleo y comienza a ganarse
la admiración de sus compañeras de trabajo, ella se da cuenta de que su
existencia como ama de casa la ha hastiado. Así un viejo compañero de la
universidad la encuentra y le ofrece un trabajo en su estudio de abogados, el
cual acepta pese a la reticencia de su marido (Myriam es una graduada de la
carrera de abogacía, pero su título está encajonado desde que optó por
dedicarse a criar a sus hijos a tiempo completo). Debido a esto la pareja se ve
obligada a buscar a una niñera.
Como a cualquiera que le ha
tocado tener que escoger una empleada doméstica, el matrimonio de Paul y Myriam
se enfrenta a una gran cantidad de opciones, una más dudosa que la otra.
Finalmente aparece Louise, una rubia mujer salida de un cuento de hadas (no
como las filipinas, o las marfileñas, o las marroquíes que entrevistaron
antes).
Magistral con los niños, Louise
demuestra también ser excelente para la administración del hogar y deslumbra a
todos con sus habilidades de cocinera. Siempre disponible y bien predispuesta,
en poco tiempo se gana el amor de toda la familia, que la incorpora como a una
más de los suyos y la consagran indispensable para el funcionamiento de la casa
en la que habitan.
La historia, sin embargo, tiene
sus momentos obscuros: Louise empieza poco a poco a manifestar un
comportamiento errático, que a los patrones les cuesta identificar y admitir
dado el grado de inserción que ella tiene en sus vidas. Como el lector ya
conoce el desenlace, se comprende que esos episodios son los momentos que anuncian
el desastre, más allá de que los personajes aún lo ignoren.
Como no podía ser de otro modo,
en un momento lectores y protagonistas se enteran de que Louise es una mujer
que vive a la deriva desde hace años y que es madre de una hija de la que no sabe
ni en dónde está. Ello deja en evidencia que lo de la niñera no era más que una
actuación para su salvación personal. ¿Acaso alguien puede tardar en darse
cuenta de que ese tipo de vínculo no puede prolongarse demasiado en el tiempo?
Pues Paul y Myriam aparentemente si.
Chanson douce no es un thriller, ya que el suspenso está ausente.
Ciertamente Leïla Slimani se ocupa de darle a su narración una atmósfera de
tensión, usando muchas frases cortas y conjugadas en presente, pero eso no
alcanza para que la novela sea un thriller. Yo diría, más bien, que se trata de
esa literatura negra en la que un hecho policial es contextualizado lo
suficiente como para que se lo comprenda como el fruto de un universo de
miseria y sufrimiento en el que sólo los más fuertes sobreviven.
A lo largo de Chanson douce se contempla la alienación
mental y social que padece Louise. Y la interrogación en un caso como este es
siempre la misma: ¿cuál de los dos tipos de alienación es anterior a la otra?
Para Slimani no hay dudas: son las marcas de la exclusión social las que
empujan a Louise hacia la locura homicida. Por eso ella no es más que una
víctima. El relato está construido de tal manera que el lector no pueda
cultivar sentimientos negativos hacia la homicida. La abominación ya ha
ocurrido en la primera página, y en la última se muestra a Louise preparando la
tragedia casi con inocencia. La escena de los crímenes aberrantes no aparece de
manera explícita a lo largo de la novela, quizás porque no hace falta, o quizás
porque esa imagen arruinaría la tesis de Slimani.
Considerar a la miseria social de
una psicópata como la excusa de su demencia, es avalar la cultura de la excusa.
Es atribuirle a la sociedad la responsabilidad de las perturbaciones mentales
de sus individuos. Sin embargo esto no es nuevo en Francia.
Oficialmente, Chanson douce está inspirada por el
homicidio de los hermanos Krim en Nueva York, a manos de su niñera dominicana
Yoselyn Ortega en el año 2012. Sin embargo en la historia de Slimani retumba el
eco de las hermanas Papin.
Christine y Léa, las hermanas
Papin, eran dos mucamas que en 1933 asesinaron brutalmente a su patrona y su
hija (no sólo les arracaron los ojos con sus propias manos, sino que además las
mutilaron con cuchillos como si fuesen los conejos de una cena). El caso
conmocionó a Francia, sobre todo cuando se supo que no había un móvil claro
para los crímenes: las mujeres no eran esclavizadas por las patronas y ellas,
tras muchos años de servicio, habían acumulado el dinero suficiente como para
dejar sus vidas de sirvienta y convertirse en comerciantes. ¿Entonces? Quizás
en otra época, el diagnóstico hubiese sido “posesión demoníaca”, pero esa
explicación no estaba a la altura del siglo XX galo. Así que todo el mundo
empezó a especular y el Caso Papin se convirtió en un mito cultural.
Desde la prensa progresista, desde
la revista Détective y el diario L’Humanité, alucinaron que el crimen era
un episodio –quizás el primero de muchos– de aquella lucha de clases sobre la
cual Marx había profetizado que indefectiblemente se desencadenaría en el mundo,
una vez que el proletariado hubiese alcanzado sus últimos límites de tolerancia
a la explotación. Algo así como una microrrevolución (algo que Jean-Paul Sartre
y Simone de Beauvoir tratarían de justificar a su modo). Los surrealistas, ya
para esa época no tan revolucionarios sino cada vez más decadentistas, trataron
de explicar el Caso Papin como un brote de demencia, contrariando la opinión de
los peritos médicos que trataron a las hermanas y que aseguraron que no
padecían de ninguna psicopatología. Sin embargo la novedad surrealista fue que
a la locura de las Papin no se la atribuyeron a su herencia genética o a su
constitución fisonómica, sino a causas externas. Paul Éluard, Benjamín Péret y
René Crevel explotaron esa idea para sostener algo así como que el deplorable
estado mental de las Papin era consecuencia de lo que los diversos Amos (la
madre tiránica, los crueles orfanatos, etc.) que encontraron a lo largo de su
vida hicieron sobre su estructura psíquica. Esa tesis estaba sustentada en el
trabajo que un joven psiquiatra parisino había realizado, un joven llamado
Jacques Lacan.
El Caso Papin ayudo a forjar el
lacanismo, al punto tal que Jean Allouch, Erik Porge y Mayette Viltard –usando
el seudónimo “Francis Dupré”– elaboraron el monumental La « solution » du passage à l'acte : le double crime des sœurs Papin
(1984), para probar que la explicación del doble homicidio apelando a la idea
de la venganza ante la explotación –versión que había sido de alguna manera
canonizada por Paulette Houdyer en su libro Le
diable dans la peau (1966)– era vaga y errónea frente a la interpretación
que Lacan hizo de lo que Jean-Pierre Falret y Charles Lasègue llamaron “folie à deux” a fines del siglo XIX
(Michel Dubec, unos 15 años antes de caer en la ignominia, avaló la explicación
de Lacan mientras oficiaba como el perito experto en psiquiatría del equipo de
jueces que revisaron el Caso Papin en la década de 1990). Del mismo modo, la
historia de las Papin sirvió de inspiración de la sátira dramática Les Bonnes (1947) de Jean Genet, y de
las películas Les abysses (1963) de Niko
Papatkis, La ligature (1979) de
Gilles Cousin, La cérémonie (1996) de
Claude Chabrol y Les blessures assassines
(2000) de Jean-Pierre Denis.
Este año la psicóloga Isabelle
Bedouet publicó el libro Le crime des
sœurs Papin. Les dessous de l’affaire a través de la editorial Imago. Bedouet no
niega que los detalles más sórdidos del caso sean reales (por ejemplo no niega
que pudo haber existido una relación incestuosa entre las hermanas), pero
intenta explorar más en profundidad algunos aspectos laterales para ver si de
esa manera encuentra una nueva explicación a los sucesos. Su hipótesis,
entonces, es que Monsieur Lancelin, el marido y padre de las víctimas, era un
estafador que posaba de banquero respetable; a ello las Papin lo sabían, y –furiosas
de tener que observar la hipocresía de sus empleadores– se pusieron en
justicieras, masacrando a lo que Lancelin más quería. A eso habría que sumarle
el abuso verbal y hasta físico que las Papin habrían sufrido por parte de sus
empleadores (que incluso llevó a que se pelearan con su madre, quien les habría
sugerido que dejasen sus empleos al verlas psicológicamente descentradas), el
fuerte impacto que les causó y la larga obsesión que las hermanas cultivaron
con un asesinato similar que ocurriese poco antes en un hogar campesino no muy
lejano a Le Mans, y la psicosis no-sé-cuanto que Jacques-Alain Miller detectó
que existía y que aparentemente habría padecido Léa Papin (en el relato oficial
Léa sólo siguió órdenes de Christine, quien sería la más desequilibrada de las
dos, muriendo en prisión en 1937
a causa de la inanición, cual Simone Weil). Todo eso
demostraría que las Papin no mataron por matar, ni que mataron para combatir la
opresión y/o la represión, sino que mataron porque una serie de circunstancias
se juntaron hasta hacerlas explotar.
¿Por qué he hablado de las
hermanas Papin si este texto pretende ser una reseña sobre la novela que ganó
el Premio Goncourt de este año? Porque sospecho que sin esas mujeres –y sin
Lacan, Sartre, Houdyer y Dubec– el libro no impactaría a nivel inconsciente
como debe de haber impactado en los que lo eligieron como ganador del galardón
más importante de las letras francesas. Si mi explicación no sirve, entonces
será otro misterio como el de las hermanas Papin.
* Slimani, Leïla. Chanson douce. Gallimard,
París, 2016, 18 €
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