domingo, 10 de agosto de 2014

Las posibilidades de las islas

La nación francesa nació en 1214. El 27 de julio. Un domingo. Fue gracias a la Batalla de Bouvines, en donde las tropas del rey Felipe Augusto vencieron a una coalición enemiga encabezada por el rey Otón IV (que optó por combatir pese a que el precepto de la época mandaba a santificar el día del Señor). Desde entonces se ha desarrollado una larga historia de arreglos y desarreglos entre la nación francesa y el territorio en que ésta habita. 

En los últimos siglos Francia ha estado ganando y perdiendo territorio a lo ancho y largo del mundo (del mismo modo en que ha estado nacionalizando y desnacionalizando gente, sin embargo ello es otra historia que no habré de abordar aquí). Así, por ejemplo, los franceses se desprendieron de la Luisiana en Norteamérica, pero incorporaron a Córcega en el Mediterráneo; Argelia, Haití y Vietnam se les independizaron a través de la lucha armada, pero anexaron a Saboya a Francia gracias a Napoleón III; tuvieron que abandonar Mónaco en 1815 –tras haberlo invadido en 1793–, pero consiguieron avasallar a Bretaña en el siglo XVI. 

Ser o no ser 

Las campañas francesas para conquistar el mundo han sido muchas y muy variadas. Hoy en día esa vocación imperial sigue manifestándose de tanto en tanto, pero lo hace con la sutileza necesaria que exige la época. Por ello las conquistas territoriales francesas son un recuerdo: actualmente Francia se conforma sólo con retener las pocas posesiones ultramarinas sobre las que ejerce soberanía por fuera de ese territorio europeo comprendido en la figura imaginaria de un hexágono. 

A miles de kilómetros de la Metrópolis, el pabellón tricolor flamea en un puñado de islas. Muchas de ellas son llamadas “départements d’outre-mer” (Guadalupe, Martinica, Reunión, etc.) y, aunque albergan a sus respectivos movimientos separatistas, están asimiladas no sólo al Estado francés sino también a su nación. Hay, por tanto, una suerte de reconocimiento recíproco de igualdad entre los que viven en las islas y los que viven en el Hexágono. Pero además de esas islas pobladas, Francia posee una gran cantidad de otras islas e islotes desiertos. 

Bruno Fuligni es quien se ha interesado por esos territorios que pocos franceses saben que existen y ha hecho una investigación al respecto, la cual constituye el contenido del libro divulgatorio Tour du monde des terres françaises oubliées, una obra curiosa, que se vende con una sobrecubierta que, al ser desplegada, devela un mapa muy simpático dibujado por el artista argentino Sergio Aquindo. 

Fuligni es famoso por haber publicado el libro L'État c'est moi : histoire des monarchies privées, principautés de fantaisie et autres républiques pirates (Editions de Paris, París, 1997). Esa obra, de lectura entretenida, distingue entre lo que es un micro-Estado y una micro-Nación. Lo primero hace referencia a esos países minúsculos que son soberanos y que cuentan con reconocimiento de la comunidad internacional (Andorra, San Marino, Singapur, Tuvalu, etc.), mientras que lo segundo se trata de individuos que optan por inventar una nación, a la cual dotan de símbolos de soberanía y le atribuyen un territorio, a sabiendas, claro, de que será casi imposible que alguien les reconozca la iniciativa independentista. Los dueños del Hotel Arbéz, una casa de huéspedes ubicada en la frontera franco-suizo, constituyen un ejemplo de esto, ya que los mismos aseguran pertenecer a la realeza de Arbezia; también lo son los “habitantes” de la República Independiente de Figuerolles, de la República Libre de Saugeais, del Reino de la Araucanía y la Patagonia, del Imperio de Baja Chesnaie, y de todas las demás utopías de gente que busca desertar de la nación a la que pertenecen pero no para incorporarse a otra ya existente, sino para fundar una completamente nueva. 

Islas a la deriva

Pues bien, en esta oportunidad Fuligni no pone el ojo sobre los ciudadanos que huyen imaginariamente del país en el que habitan, sino que su interés ahora es el de encontrar esos territorios franceses tan patentemente hostiles que permanecen inhabitados. La vuelta al mundo es completa: el archipiélago Kerguelen en el Océano Índico (parte de las famosas Tierras Australes y Antárticas Francesas), la Isla Clipperton en el Océano Pacífico (atolón tristemente célebre en donde tuvieron lugar los acontecimientos novelados por Jean-Hugues Lime en Le Roi de Clipperton y Laura Restrepo en La isla de la pasión), y la Isla de los Demonios en el Océano Atlántico (llamada así porque los primeros navegantes europeos que se acercaron a ella creyeron ver criaturas demoníacas). Tour du monde des terres françaises oubliées también recuerda a la Roca del Diamante en el Caribe y a un grupo de islas cerca de Madagascar llamadas, casi con desden, “Islas Dispersas”. 

Las Islas Chesterfield, situadas en el Pacífico sur, ilustran la historia de la Francia colonial: prodigiosa en guano, la zona conoció la prosperidad; cuando ese fertilizante cayó en desuso, su explotación industrial se apagó y las islas probaron la desgracia. Hoy en día, desiertas, sin un estatuto jurídico preciso, sin nombres para la mayoría de los islotes que conforman el archipiélago, sólo atraen el interés de algunos especuladores que quieren crear paraísos fiscales entre rocas y palmeras.    

Y así como las Islas Chesterfield son el testimonio del amargo triunfo colonial francés, también han habido otras islas desiertas que encarnan la frustración de las ansias expansionistas de Francia: la Isla Matthew y la Isla Hunter disputadas con Vanuatu, la Isla Floreana del archipiélago de Galápagos disputada con Ecuador, y la Isla Ferdinandea (llamada "Isla Julia" por los franceses), un monte submarino cercano a Sicilia que alguna vez -antes de ser deglutida por el Mediterráneo- fuese una pequeña isla formada por el volcán Empédocles, y que Francia, junto a la Dos Sicilias y el Reino Unido, reclamara como propia, alentando a Jules Verne (en Mirifiques aventures de maître Antifery a Alexandre Dumas père (en Le Speronare) a dejar constancia escrita de ese hecho. En la lista de frustraciones también debe sumarse al Arrecife Ernest Legouvé, un islote del Pacífico, situado entre la Polinesia Francesa y Nueva Zelanda, que fuese divisado en 1904 pero jamás encontrado oficialmente, convirtiéndose así en una más de las misteriosas islas fantasmas que inexiste en los mares del planeta.   

El libro de Fuligni destaca un dato al que difícilmente se lo pueda ignorar: la suma de todos los territorios de ultramar (incluyendo, claro, a Tierra Adelia, vale decir a la porción que los franceses reclaman de la Antártida) poseen casi la misma superficie que la Francia continental. La Metrópolis, así, gana un poco más de 11 millones de kilómetros cuadrados de aguas marítimas y de zonas económicas exclusivas. 

Fragmentos de Francia 

Tour du monde des terres françaises oubliées habla de islas, pero no todas ellas están rodeadas de agua. Tal es el caso de Oberhausen, en Baviera: allí Francia posee una parcela de 45 kilómetros cuadrados, que corresponden a la zona en donde está ubicada la estela en homenaje a Théophile de La Tour d'Auvergne, un ilustre granadero francés canonizado como santo cívico por Napoleón Bonaparte. El bosque Mundat en la frontera germano-francesa, el Quinto Real en la frontera franco-española, la Villa Médici en Roma, la Casa Longwood en Santa Helena y la Tumba de los Reyes en Jerusalén forman parte de esos fragmentos territoriales del Hexágono diseminados alrededor del mundo. 

Más curioso resulta el caso de la Isla de los Faisanes, un islote fluvial situado en la desembocadura del río Bidasoa, frontera natural entre Francia y España. Ese pequeño territorio es apodado “La Isla de Conferencia”, pues en varias ocasiones los reyes y los funcionarios de uno y otro lado de los Pirineos se reunieron para realizar diversos acuerdos que involucraban a sus respectivos países. En la actualidad, la isla es propiedad de los españoles durante los meses que van de febrero a julio, en tanto que el resto del año queda en posesión de Francia. El detalle es que, sobre el islote, no hay faisanes, sino tan sólo unos cuantos patos. 

Creo acertar al sostener que Tour du monde des terres françaises oubliées de Bruno Fuligni se complementa con la obra Le Mont Blanc n'est pas en France ! Et autres bizarreries géographiques (París, Seuil, 2013) de Olivier Marchon, un libro en el que se exploran diversas curiosidades geográficas como lo son los enclaves, los territorios disputados, los territorios especiales, los territorios simbólicos e, incluso, las tierras de nadie que existen alrededor del mundo. Gracias a Marchon nos enteramos, por ejemplo, que Sainte-Adresse, cerca de Le Havre, fue capital de Bélgica durante la Primera Guerra Mundial, o que la ciudad  de Llivia –un trozo de Cataluña en suelo de Francia– vivió una bizarra “guerra” contra el Estado francés en la década de 1970, cuando sus habitantes interpretaron que las autoridades galas les estaban cercenando el derecho a la libre circulación; el libro también señala que mientras el Mont Blanc es considerado por los franceses una propiedad exclusiva suya, los italianos sostienen que ellos poseen la mitad del pico más alto de Europa; finalmente, entre otros casos Marchon refiere a Sark, una isla británica en el Canal de la Mancha que tiene el dudoso honor de ser el último Estado feudal de Europa, y que en 1990 intentó ser ocupada por André Gardes, un físico nuclear francés desempleado que armó un ejército de un solo hombre y creyó poder imitar a Napoleón Bonaparte en la construcción de un imperio, aunque, en este caso, un imperio sobre una isla.     

* Fuligni, Bruno. Tour du monde des terres françaises oubliées. Éditions du Trésor, París, 2014, 17 €

0 comentarios:

LinkWithin

Related Posts with Thumbnails