Lionel Jospin es un político socialista francés que ocupó el cargo de Primer
Ministro de la República
bajo la presidencia de Jacques Chirac, en lo que constituyó la tercera
cohabitación entre izquierdas y derechas. En 2002 Jospin se candidateó a
presidente pero no llegó ni al balotaje, dado que fue superado en el segundo
puesto en primera vuelta por Jean-Marie Le Pen del Front National. Ese golpe electoral
significó la defunción de su carrera política, por lo que desde hace unos doce
años que Jospin se dedica a “asesorar” a otros candidatos y a escribir libros
que recogen sus vivencias y opiniones sobre el arte de trabajar por el Bien
Común.
Los textos firmados por Jospin han sido tan intrascendentes como su
paso por el gobierno nacional, por lo que este año el septuagenario dirigente
socialista ensayó una nueva fórmula: criticar ferozmente a Napoleón Bonaparte
para levantar polvareda. En Francia, Napoleón, más allá de sus ambigüedades y
contradicciones, es una figura venerada en su medida justa, por lo que su
defenestración no resulta muy habitual; y cuando alguien se anima a atacarlo,
lo hace con extremo cuidado, ya que nadie olvida que se trata de una figura
preeminente de la
Revolución que dio nacimiento a la República , vale decir se
trata de uno de los creadores del mundo contemporáneo.
Le mal napoléonien –tal es
el título del libro de Jospin– no es un libro de historia, pese a que esté
profusamente documentado. Es, más
bien, un libro sobre política. Detrás de su fachada de seriedad
cuasi-académica, Le mal napoléonien esta
construido con un tono subjetivista, más ideológico que heurístico. Jospin
busca el combate político (en un párrafo sugiere que él, de haber vivido en la
misma época que Napoleón, se hubiese opuesto al régimen del Emperador).
De la leyenda dorada a la
leyenda negra
La intención de Le mal
napoléonien es, supuestamente, la de desacralizar la “Leyenda Dorada” que
se ha construido en torno a Napoleón, pero para ello recurre a la
reconstrucción de la “Leyenda Negra” que los británicos hicieron en su momento.
Por querer dejar en claro sus diferencias con Yves Jégo (un antiguo diputado y
funcionario estatal francés que quiere abrir una especie de Dineylandia con el
Emperador Napoleón I en lugar del ratón Mickey), el antiguo Primer Ministro
francés terminó por asemejarse a Lewis Goldsmith (un periodista y espía inglés que
de abrazar el napoleonismo pasó a fustigarlo sin descanso en los periódicos que
fundó con el nombre de “Anti-Gallican
Monitor” y “Anti-Corsican Chronicle”).
La evaluación que hace del gobierno de Napoleón no es muy halagadora: lo
acusa de haber sido un régimen policial, despótico (por momentos también lo
llama “dictatorial”), opresivo, desastroso en materia económica, débil en su tarea
legislativa, hipercentralizado, hiperverticalista, y, por supuesto, antidemocrático.
Para Jospin si hubo algo ausente durante el Primer Imperio eso fue la Libertad.
Pese a todo Le mal napoléonien no
es exactamente un panfleto en contra de Napoleón. El libro reconoce que el
militar corso tenía habilidad para la guerra, la administración y la propaganda,
pero –según el autor– esos dones fueron mal empleados, por lo que le resulta
hasta sorprendente que la figura de Napoleón sea hoy glorificada cuando lo más
lógico sería que fuese bajada de su pedestal y reubicada en su lugar de la
historia. Jospin acusa al Emperador de haber hecho naufragar a la Revolución y de no
haber apoyado a las fuerzas transformadoras de Europa, lo que hizo que el
progresismo del inicio termine desembocando en un reaccionarismo putrefacto. Coincidiendo
con Hegel, Jospin ve en el Napoleón montado a caballo al Espíritu del Mundo,
por lo que le endilga la completa responsabilidad de haber hecho que Francia
fracase en 1814 y 1815. Así, al enfocar todo su análisis en un solo hombre, el
texto oblitera deliberadamente al contexto histórico. Por ello Jospin señala,
por ejemplo, que el Emperador de Francia estaba obsesionado con doblegar a Gran
Bretaña, pero se olvida de anotar que desde Londres la obsesión era similar
sólo que su objeto se había revertido.
Claroscuros del Orden Napoleónico
Jospin presenta a Napoleón como un líder autoritario, pero olvida
enfatizar que el corso tuvo sus límites. Hijo de la Ilustración , el
Emperador creía en el Estado de Derecho y siempre buscó el modo de mantenerlo
vigente. Por ello, con la ayuda de las élites y del pueblo, enterró al Terror por
intermedio de su apoyo al Directorio y luego “salvó” a los principios
revolucionarios al dar un golpe de Estado y evitar que la vieja corona retome
el poder.
Napoleón no se propuso la exterminación del otro como meta. Jamás negó
al individuo, sino todo lo contrario. Si bien es cierto que durante su reinado
hubo persecución política, el número de víctimas fue mucho más pequeño que el
de la Revolución
bajo el control de Robespierre o el de la Restauración bajo el
control de Luís XVIII. Aunque Napoleón le debió su poder al Ejército, no puede
afirmarse que su gobierno haya sido algo ni remotamente parecido a una
dictadura militar.
Si bien el Emperador recuperó algunos aspectos del Ancien Régime, la nobleza imperial tuvo relativamente
pocos privilegios: quería reinstaurar la gloria que Francia había perdido
cincuenta años atrás, pero conservando las reformas más importantes que la Revolución había propuesto.
De allí que, en algún momento, “napoleonismo” haya sido sinónimo del triunfo de
la ambición, el talento y la voluntad sobre la sangre.
Muchos artistas decimonónicos homenajearon decididamente a Napoleón (Charles-Louis
Corbet, Antoine-Jean Gros, Anne-Louis Girodet de Roucy-Trioson, Jacques-Louis
David, Jean-Auguste-Dominique Ingres y también Honoré de Balzac, Victor Hugo y
Stendhal). El mérito del Emperador fue haber conquistado no sus corazones, sino
sus mentes: el imperio francés fue un acto de imaginación. El estilo
napoleónico, repudiado por Madame de Staël y tantos otros, dejó una huella muy
profunda en toda Europa.
La herencia
Muchos de los críticos de Napoleón habitualmente separan al héroe
republicano del tirano imperial (por eso para Pierre Larousse el General
Bonaparte murió el 18 de Brumario). Jospin ni esa concesión hace. En su mente la Revolución parió a la República para que una
democracia representativa se impusiera: eso es un análisis político de la
historia, una derivación de los hechos a partir de las ideas.
Cuando Benito Mussolini conquistó el poder en la Italia del siglo XX, se
desarrolló un periodo de veinte años de triunfo de la “civilización fascista”,
de la cual no quedó casi nada tras su caída (no tanto porque fuese prohibida
por ley, sino porque más bien la identidad del fascismo italiano era una
aglutinación mecánica de tendencias orgánicas que tenían peso propio). La suerte
del napoleonismo, en este sentido, fue diametralmente opuesta: el napoleonismo
tiene el mérito de haber creado un conjunto de estructuras e instituciones que
fueron retenidas casi íntegramente después de su derrocamiento.
El tradicionalismo francés, monárquico y conservador, siempre vio en
Napoleón a la locura jacobina coronada. Jacques Bainville, en su clásico
estudio sobre Napoleón Bonaparte de 1931, coincide bastante con Jospin –alguien
que fue militante del trotskismo en su juventud– al señalar que la aventura napoleónica
terminó resultando completamente nefasta para Francia. Los republicanos,
normalmente, piensan lo contrario.
Cuando Jospin ha reprobado lo suficiente al Emperador Napoleón I, se
dedica a atacar al Emperador Napoleón III y a los que cree reconocer como sus
continuadores. Pero su análisis del bonapartismo ignora el arraigo popular que
acompañó a ese régimen –aunque, a decir verdad, de hecho no lo ignora, sino que
más bien le niega una explicación coherente.
Si bien es cierto que Sedan fue una catástrofe como Waterloo, ese tipo
de fracaso no fue patrimonio exclusivo de los Bonaparte: ¿o acaso los
fraticidios que van desde la
Comuna de París hasta la Guerra de Argelia, es decir los cadáveres
cosechados por la República ,
no fueron tan lamentables como esos episodios bélicos bonapartistas en donde el
pabellón Tricolor fue pisoteado? Jospin evita dar este tipo de discusión,
porque su propuesta es glorificar a la República , a la que le extirpa su deuda napoleónica.
Hay cierta malicia en la propuesta de Jospin de tildar al General Georges
Boulanger y al Mariscal Philippe Pétain como “bonapartistas”. Ambos líderes, al
igual que Napoleón I, aparecieron ante la opinión pública como hombres
providenciales que el pueblo francés enaltecía para salvar a su identidad, pero
esa fue toda su coincidencia, ya que sus fundamentos, sus ideologías y sus
metas fueron diferentes. Tanto es así, que entre los opositores de Boulanger
estaba Napoleón V, y entre los opositores de Pétain, Napoleón VI.
Lo curioso de Le mal napoléonien es que así como ve bonapartistas donde nunca los hubo, hace todo lo posible para no señalar a los bonapartistas más visibles: tal es el caso de Charles de Gaulle. René Remond, en Les Droites en France –un libro fundamental de la politología de la década de 1950–, señala que junto a los contrarrevolucionarios y los liberales, el escenario del Hexágono de la posguerra estaba poblado por otra corriente: los cesaristas, es decir los bonapartistas, es decir el General de Gaulle. Pues bien, para Jospin esto es un detalle casi sin importancia. Mientras Napoleón fue un “gran hombre” que erró en su camino, de Gaulle, para el antiguo Primer Ministro, vendría a ser un individuo racional y razonable que llegó al poder en Francia cuando las “fuerzas de la historia” así lo dispusieron. Muy lejos está lo que piensa sobre de Gaulle este líder socialista de aquello que expresó otro líder socialista en su famoso Le Coup d'État permanent.
Ese tratamiento acrítico del gaullismo está elaborado así para,
justamente, evitar la autocrítica. Porque contra quienes Jospin apunta en su
libro no es contra la “UMPS”, sino contra los populistas contemporáneos:
dirigentes como Marine Le Pen o Jean-Luc Mélenchon que parecen tener las
soluciones para Francia que la partidocracia republicana tradicional a la que
pertenece Jospin es incapaz de imaginar. En el discurso jospinista, Napoleón
Bonaparte habría triunfado porque, demagógicamente, supo nutrirse de la bronca
popular y empatizar tanto con los desfavorecidos como con los desprivilegiados.
El progreso que Francia consiguió en los años del Primer Imperio fue una
ilusión, ilusión que las fuerzas antisistémicas quieren reinstalar para seducir
a los incautos y guiar al país a una nueva debacle.
Leer a Jospin genera la imagen de que se está ante un hombre que difícilmente
comprenda lo que significa morir por la patria y que confunde la Pax
Europaea con la sumisión a la hegemonía del orden mundial
del dinero.
Jospin, Lionel. Le mal napoléonien. Le Seuil, París,
2014, 19 €
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