domingo, 22 de mayo de 2011

Rodeados vamos de rocío

1967 fue un año culturalmente muy excitante en París: Jean-Luc Godard estrenó la excelente Deux ou trois choses que je sais d'elle, los situacionistas Guy Debord y Raoul Vaneigem publicaron, respectivamente, sus obras La Société du Spectacle y Traité de savoir-vivre à l'usage des jeunes générations, y el teatro Petit-Odéon fue inaugurado con la presentación de la obra Le silence de Nathalie Sarraute. En materia musical lo producido durante aquel año 1967 en la Ciudad Luz también dejó su huella: mientras que Michel Sardou, al rendirle homenaje a los soldados estadounidenses caídos durante el desembarco a Normandía con su canción “Les Ricains”, desafiaba desde el arte al antiamericanismo político del presidente de Gaulle, Jacques Dutronc celebraba su “adultescencia” (y la de su generación) a través de “J’aime les filles”; a su vez Serge Gainsbourg hacía que una muy hermosa Brigitte Bardot cante su tema “Harley Davidson”; Johnny Hallyday gritaba “Je suis seul”, Salvatore Adamo nos contaba en su “Inch Allah” acerca de la situación en Medio Oriente, Claude François inmortalizaba la primera versión de la famosísima “Comme d’habitude”, y Gilbert Bécaud nos recordaba que “L’important c’est la rose”. También Dalida editaba el fundamental Olympia 67, un disco en el que interpretaba doce canciones clásicas de su repertorio con mucha pasión, tratando de superar el dolor producido por el suicidio de su pareja –el cantante y actor italiano Luigi Tenco– acaecido en enero de aquel particular año.

De ese escenario en donde miles de jóvenes descubrían que el mundo era un lugar al que podían tomar por asalto, emergió una muy dulce voz que cantaba una canción melancólica titulada “Ballade en novembre”, cuyo versos más memorables decían “Il pleut / sur le jardin, sur le rivage / et si j’ai de l'eau dans les yeux / c’est qu’il me pleut / sur le visage. En plena ola yé-yé, cuando las radios y las revistas eran invadidas por esas preciosas jovencitas de ojos inocentes y peinados de moda (Sylvie Vartan, Chantal Goya, France Gall, Michèle Torr, etc), una muchacha más bien lánguida, secretamente encantadora, de piel un tanto pálida y con un largo pelo negro y aflequillado se movía a contracorriente. Su nombre era “Anne Vanderlove”, aunque en realidad se apellidaba “Van der Leeuwe”, pues su padre era un pintor neerlandés y ella había nacido en La Haya holandesa (tierra de jacintos) y no en La Haya normanda. Sus canciones no eran ni intentaban ser pop, sino que más bien había apostado al folk; Vanderlove intentaba emular ese folk que cultivaban Joan Baez y Phil Ochs (y, en cierta medida, también Buffy Sainte-Marie), y que a muy pocos en Francia les apetecía.

Durante su infancia rural y solitaria en la granja de sus abuelos bretones, la pequeña Anne descubrió la literatura; en su tímida adolescencia aprendió de música. Luego estudió filosofía (¿qué otra cosa podía estudiar?) y sobrevivió con trabajos de medio tiempo, hasta que en 1966 decidió sumarse como colaboradora en una misión de ayuda humanitaria a Chile. Mientras completaba en París los trámites para abandonar el país, comenzó a presentarse en pequeños bares y cabarets del Quartier Latin con su sola guitarra y su voz desnuda a fin de conseguir un puñado de francos que le permitiesen subsistir semana a semana. Una de esas noches un cazatalentos de la empresa Pathé Marconi la vio, sintió la magia de sus cálidos ojos y le ofreció un contrato de grabación. Ella aceptó y al poco tiempo pasó a compartir escenarios y espacios radiales con las principales figuras de la escena musical parisina de aquel entonces.

El mes de mayo de 1968 fue el momento que le cambió la suerte. Cansada de ser explotada por su discográfica, escogió ser una más de los que se ubicaban del lado ardiente de las barricadas, y llevó sus canciones a las fábricas y universidades ocupadas. El gesto le costó la renovación de su contrato. A partir de allí, Vanderlove entendió que su camino no era el que todos soñaban sino el que nadie se atrevía a tomar; y así guardó en su valija gris el final de toda una vida de penas, dejó la gran ciudad capital, y terminó con la sed de su espera para comenzar finalmente su vida en las provincias, allí donde suele estar el verdadero amor aguardando.

En los cuarenta años siguientes Vanderlove grabó muchos discos nuevos (siempre fiel al folk, aunque agregando también elementos de la música tradicional celta, del country y del blues), participó del mítico álbum La mort d'Orion de Gérard Manset, ganó premios por su arte, compuso canciones para niños, montó espectáculos en cárceles, jardines de infantes, hospitales psiquiátricos y asilos de ancianos, probó suerte interpretando sus obras en español y en japonés, cantó sobre la importancia de proteger el medio ambiente, hacer valer los derechos humanos y acabar con la opresión del hombre por parte del hombre. El amor le fue esquivo, se divorció cinco veces (al parecer no fue muy afortunada a la hora de elegir parejas, pues, por ejemplo, en 1997 se supo que su quinto marido, un ex-presidiario que conoció en un taller de poesía que dictaba en una prisión, había sido acusado de robar un banco, lo que casi le cuesta a ella también su detención y su imputación como cómplice).

Todo lo que hemos comentado sobre Anne Vanderlove compone lo fundamental del contenido del libro de Anne Vanderlove, mélancolitude de Marie-Thé Brétel-Logan (el resto son comentarios que la artista hace sobre el significado de sus propias canciones). El texto es una suerte de homenaje a una vida que osciló entre el éxito y el fracaso, pero a cuya protagonista en realidad no le importó. Ella sólo quiso ser ella, aunque el agua de la lluvia le mojase el rostro, aunque el rocío le rodee su esperanza.



* Brétel-Logan, Marie-Thé. Anne Vanderlove, mélancolitude. Editions Christian Pirot, Saint-Cyr-sur-Loire, 2007, hasta 20 €

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