domingo, 28 de febrero de 2016

Retrato de un personaje como un hombre real

Trois souvenirs de ma jeunesse es un ejercicio literario de Arnaud Desplechin desplegado sobre el celuloide. Esto es lo que fascina tanto a los críticos de cine y lo que les cuesta tanto explicar. La historia empieza con Paul Dedalus, el antropólogo que protagoniza Comment je me suis disputé... (ma vie sexuelle), que deja Tayikistán para retornar a Francia. Y, mientras lo hace, los recuerdos se apropian de él.

La película está dividida en tres partes: una breve sobre su infancia poblada por la locura de su madre y el peculiar carácter de su hermano, el relato de una anécdota de una viaje a la URSS en donde intuitivamente se convierte en un colaborador de la disidencia de la dictadura comunista, y la historia de su amorío adolescente con Esther.

En Comment je me suis disputé... (ma vie sexuelle) la idea de Desplechin es apropiarse del famoso personaje joyceano de Stephen Dedalus para ubicarlo a mediados de la década de 1990. Este Dedalus francés, en el fondo la misma deformación de Hamlet que su par irlandés, encuentra que ya no es tan ajeno al mundo, pero aún así no puede evitar fallar y caer al suelo cuando creyó que podía volar.

Trois souvenirs de ma jeunesse intenta explicar por qué Dedalus terminó de esa manera. La historia, por tanto, se trata de acerca de las encrucijadas y la elección de caminos que uno pudo haber tomado y que, sin embargo, no tomó. Es decir la historia es acerca del destino.

Todo el tiempo se aprecia un doble juego emocionante: al estar la cinta protagonizada por jóvenes, se ve cómo ellos se esfuerzan para imitar a sus mayores (es impresionante ver cómo Quentin Dolmaire, el Dedalus adolescente, se preocupa por devenir Mathieu Amalric, el Dedalus adulto), al mismo tiempo que le dan el tono deliberadamente ficcional a la película. Porque un relato sobre el destino no puede más que ser una fábula donde los hilos están a la vista pero en donde no hay titiritero alguno detrás, en donde la realidad y la ficción están tan confundidas que ya no importa si hay que creer o no creer en lo que está viendo, sólo es necesario vivirlo.  

Cuando Paul y Esther se separan –ya que al muchacho le toca irse a estudiar a París–, los amantes se obligan a escribirse y a hablarse por teléfono. Como no gozan ambos de la misma realidad, como cada uno ha ingresado en un mundo aparte, se ven forzados a verbalizar sus sentimientos, que es lo que da nacimiento a la literatura (especialmente a la poesía), y la relación alcanza un nivel asombroso de pasión y conflictividad, lo que explica después por qué el Paul adulto siente lo que siente ante la Esther adulta a la que decide abandonar en la otra película.

Aunque en un momento los protagonistas ven cómo cae el Muro de Berlín –lo que vendría a ser también, por un asunto emocional, el momento irreversible en donde la niñez concluye para siempre–, la verdad histórica no interesa en Trois souvenirs de ma jeunesse (como si interesaba en Comment je me suis disputé... (ma vie sexuelle)). Lo que importa aquí es ese intercambio de ficción y realidad, la idea de que la vida real es de por si una película en donde el amor más inverosímil ocurre todo el tiempo.

A la obra de Desplechin le negaron el César como Mejor Película del 2015, porque en épocas de corrección política y debate sobre la inmigración masiva de musulmanes a Europa la ganadora tenía que ser Fatima. De todos modos ello no evita que la película haya ganado, ya, su lugar en los mejores estantes de la cinemateca francesa.

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