lunes, 10 de agosto de 2015

La exaltación de la cruz celta

En Francia la literatura policial negra (o “polar” como ellos la llaman) es un género que goza de una estupenda salud. La demanda de este tipo de ficciones por parte de los lectores franceses es enorme, y la oferta no aparece rezagada en relación a ella.

El éxito del polar quizás se deba a que los autores franceses se apropiaron exitosamente de algo que había emergido en los EEUU pensado, justamente, para satisfacer el morbo de la sociedad norteamericana. En 1943, en plena Ocupación, Léo Malet, un hombre afiliado al surrealismo y militante del trotskismo, publicó 120, rue de la Gare: el libro, que introducía al luego célebre detective Nestor Burma, hablaba de esa Francia turbia y clandestina de los bajos mundos que estaba tan dispuesta a colaborar como a traicionar a los alemanes. La novela de Malet –que el autor, negando su obvio parentesco con la narrativa de Dashiell Hammett, trató de presentar como un producto deudor del Honoré de Balzac de Une ténébreuse affaire y del Eugène Sue de Mystères de Paris– despertó el interés por el policial negro y poco después la editorial Gallimard decidió apostar por el género. La Francia debilitada por la guerra dejó que los victoriosos norteamericanos penetraran en su cultura y los detectives, los espías e incluso los cowboys se largaron a enfrentarse a los malosos usando más la astucia y el coraje que aquella admirable inteligencia que tan famoso hizo a Sherlock Holmes.  

El polar made in France vivió su edad dorada en el Hexágono entre 1953 (año de publicación de Touchez pas au grisbi ! de Albert Simonin) y 1964 (momento en que La lune d'Omaha de Jean Amila vio la luz), y luego comenzó a experimentar el declive. Fueron los hijos del 68 los que revitalizaron al género. En efecto, siguiendo el camino trazado por Jean-Patrick Manchette y A.D.G., hacia finales de la década de 1970 nació el neo-polar. Esta nueva aventura literaria tenía sus particularidades: la más notoria de ella era que los autores más destacados del movimiento –y me refiero a gente como Didier Daeninckx, Thierry Jonquet, Jean-Bernard Pouy, Frédéric Fajardie y Jean-François Vilar– provenían de las filas de la izquierda y de la ultraizquierda más combativa. Los autores del neo-polar renovaron al polar clásico afrancesándolo al extremo. Para ello se dedicaron a construir ficciones usando sus experiencias personales (tanto las historias privadas como las públicas), y recurriendo a la poética izquierdista que gusta de desestimar a la historia oficial, denunciar los contubernios de los poderosos, sobredimensionar los acontecimientos que dejan en evidencia el naufragio social contemporáneo y burlarse de las instituciones burguesas.

La colonización del polar por parte de la izquierda se extendió por décadas. Eso, por ejemplo, le permitió a Daeninckx demostrar que en el fondo no era más que un pequeño espíritu de vocación estalinista, siempre dispuesto a empujar hacia el gulag a quienes no coincidieran con su modo de entender al mundo (llegó entre otras cosas a acusar a Gilles Perrault, Guy Dardel y Serge Quadrupanni de haber negado el Holocausto judío –hecho que le inspiró a Patrick Besson la novela Didier dénonce– y convocó a boicotear a Éditions Baleine por reeditar en pleno siglo XXI a la obra Faut toutes les buter ! de François Brigneau, aquel legendario director de Minute y militante histórico del Front National).

Pero así como la izquierdización del polar produjo excesos editoriales y miles de páginas descartables por lo declamativas y predecibles, también generó notables muestras de resistencia. Un ejemplo de ello es la novela Fasciste de Thierry Marignac, publicada por primera vez por Payot en 1988 y reeditada este año gracias a ActuSF.

Marignac es un personaje pintoresco, que empezó como un punk parisino y luego se dio cuenta de que el Dada era mucho más elegante y subversivo, por lo que no tardó en adherirse al extinto movimiento. Así, eligiendo como sus precursores a Jacques Rigaut, Octave Mirbeau, Blaise Cendrars, Louis-Ferdinand Céline y Arthur Cravan, se volcó al innoble arte del ejercicio del periodismo narrativo y, claro, de la ficción inquietante.

Fasciste fue su primera novela. Por aquella época en que la Guerra Fría aún no había concluido, Marignac era cercano a la disidencia derechista de la URSS (de allí que el propio Eduard Limonov elogiara su obra) y conocía perfectamente el funcionamiento del submundo de la ultraderecha francesa, pese a no pertenecer a él. Aquello fue utilizado como material literario: el protagonista de Fasciste es Rémi, un joven proveniente de una familia acomodada, que ama el rock y que encuentra entretenido el desafío físico y mental que significa atravesar el servicio militar obligatorio; Rémi adopta a un oficial –al que llamará Teniente– como una figura paterna y se enamora de Irène, la hermana del hombre, una hermosa y perversa valquiria; sin embargo pronto ese fascinante mundo masculino que lo despierta del letargo existencial es sustituido por la chatura de la vida burguesa; estudiando en la universidad, Rémi, que añora la sensación de sentirse lleno de vida, se convierte en una “rata negra” (nombre que recibían los militantes de la ultraderecha estudiantil francesa), lo que lo lleva a viajar a Irlanda y a entrar en contacto con esas organizaciones amantes de la agitprop; al retornar a su país terminará sumergido en ese universo de discursos feroces, ocasionales episodios de violencia y obscuras tramas parapolíticas que es la ultraderecha de Francia.

Lo meritorio de Fasciste es su abordaje del extremismo nacionalista: la novela no pretende ser una apología de la ultraderecha, pero tampoco concibe la posibilidad de denigrar al sector. Esto, por supuesto, iba en contra de la tendencia general del polar de su época, por lo que la obra terminó convirtiéndose en una suerte de objeto maldito y ganó una gran fama por lo arriesgado de su propuesta.  

El estilo es algo para agradecer: si bien se trata de escritura densa y veloz que necesariamente debe rozar la brutalidad, se aprecia al menos la cortesía de ser precisa. Cuando tiene que describir la decadencia de los jóvenes adinerados, o cuando tiene que defenestrar a las ideologías políticamente correctas, o incluso cuando tiene que narrar una escena de sexo, Marignac encuentra las palabras adecuadas para no desbordarse, preocupado tal vez por no caer en el lugar común.

Fasciste será un libro polémico para aquellos que confundan a la política con lo político, a la militancia con la vocación, al compromiso con el triunfo de la voluntad. Para el resto, por suerte, no habrá polémica, sólo literatura.

* Marignac, Thierry. Fasciste. ActuSF, París, 2015, 8 €

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