En Francia la literatura policial
negra (o “polar” como ellos la llaman) es un género que goza de una estupenda
salud. La demanda de este tipo de ficciones por parte de los lectores franceses
es enorme, y la oferta no aparece rezagada en relación a ella.
El éxito del polar quizás se deba
a que los autores franceses se apropiaron exitosamente de algo que había
emergido en los EEUU pensado, justamente, para satisfacer el morbo de la
sociedad norteamericana. En 1943, en plena Ocupación, Léo Malet, un hombre afiliado
al surrealismo y militante del trotskismo, publicó 120, rue de la Gare :
el libro, que introducía al luego célebre detective Nestor Burma, hablaba de
esa Francia turbia y clandestina de los bajos mundos que estaba tan dispuesta a
colaborar como a traicionar a los alemanes. La novela de Malet –que el autor,
negando su obvio parentesco con la narrativa de Dashiell Hammett, trató de
presentar como un producto deudor del Honoré de Balzac de Une ténébreuse affaire y del Eugène Sue de Mystères de Paris– despertó el interés por el policial negro y poco
después la editorial Gallimard decidió apostar por el género. La Francia debilitada por la
guerra dejó que los victoriosos norteamericanos penetraran en su cultura y los
detectives, los espías e incluso los cowboys se largaron a enfrentarse a los
malosos usando más la astucia y el coraje que aquella admirable inteligencia
que tan famoso hizo a Sherlock Holmes.
El polar made in France vivió su edad dorada en el Hexágono entre 1953 (año
de publicación de Touchez pas au grisbi !
de Albert Simonin) y 1964 (momento en que La
lune d'Omaha de Jean Amila vio la luz), y luego comenzó a experimentar el
declive. Fueron los hijos del 68 los que revitalizaron al género. En efecto,
siguiendo el camino trazado por Jean-Patrick Manchette y A.D.G., hacia finales
de la década de 1970 nació el neo-polar. Esta nueva aventura literaria tenía
sus particularidades: la más notoria de ella era que los autores más destacados
del movimiento –y me refiero a gente como Didier Daeninckx, Thierry Jonquet, Jean-Bernard Pouy, Frédéric Fajardie y Jean-François Vilar– provenían de las
filas de la izquierda y de la ultraizquierda más combativa. Los autores del
neo-polar renovaron al polar clásico afrancesándolo al extremo. Para ello se
dedicaron a construir ficciones usando sus experiencias personales (tanto las
historias privadas como las públicas), y recurriendo a la poética izquierdista
que gusta de desestimar a la historia oficial, denunciar los contubernios de
los poderosos, sobredimensionar los acontecimientos que dejan en evidencia el
naufragio social contemporáneo y burlarse de las instituciones burguesas.
La colonización del polar por
parte de la izquierda se extendió por décadas. Eso, por ejemplo, le permitió a Daeninckx
demostrar que en el fondo no era más que un pequeño espíritu de vocación
estalinista, siempre dispuesto a empujar hacia el gulag a quienes no
coincidieran con su modo de entender al mundo (llegó entre otras cosas a acusar
a Gilles Perrault, Guy Dardel y Serge Quadrupanni de haber negado el Holocausto
judío –hecho que le inspiró a Patrick Besson la novela Didier dénonce– y convocó a boicotear a Éditions Baleine por
reeditar en pleno siglo XXI a la obra Faut
toutes les buter ! de François Brigneau, aquel legendario director de Minute y militante histórico del Front
National).
Pero así como la izquierdización
del polar produjo excesos editoriales y miles de páginas descartables por lo
declamativas y predecibles, también generó notables muestras de resistencia. Un
ejemplo de ello es la novela Fasciste de
Thierry Marignac, publicada por primera vez por Payot en 1988 y reeditada este
año gracias a ActuSF.
Marignac es un personaje
pintoresco, que empezó como un punk parisino y luego se dio cuenta de que el
Dada era mucho más elegante y subversivo, por lo que no tardó en adherirse al
extinto movimiento. Así, eligiendo como sus precursores a Jacques Rigaut,
Octave Mirbeau, Blaise Cendrars, Louis-Ferdinand Céline y Arthur Cravan, se
volcó al innoble arte del ejercicio del periodismo narrativo y, claro, de la
ficción inquietante.
Fasciste fue su primera novela. Por aquella época en que la Guerra Fría aún no había
concluido, Marignac era cercano a la disidencia derechista de la URSS (de allí que el propio
Eduard Limonov elogiara su obra) y conocía perfectamente el funcionamiento del
submundo de la ultraderecha francesa, pese a no pertenecer a él. Aquello fue
utilizado como material literario: el protagonista de Fasciste es Rémi, un joven proveniente de una familia acomodada,
que ama el rock y que encuentra entretenido el desafío físico y mental que
significa atravesar el servicio militar obligatorio; Rémi adopta a un oficial
–al que llamará Teniente– como una figura paterna y se enamora de Irène, la
hermana del hombre, una hermosa y perversa valquiria; sin embargo pronto ese
fascinante mundo masculino que lo despierta del letargo existencial es
sustituido por la chatura de la vida burguesa; estudiando en la universidad,
Rémi, que añora la sensación de sentirse lleno de vida, se convierte en una
“rata negra” (nombre que recibían los militantes de la ultraderecha estudiantil
francesa), lo que lo lleva a viajar a Irlanda y a entrar en contacto con esas
organizaciones amantes de la agitprop; al retornar a su país terminará
sumergido en ese universo de discursos feroces, ocasionales episodios de
violencia y obscuras tramas parapolíticas que es la ultraderecha de Francia.
Lo meritorio de Fasciste es su abordaje del extremismo
nacionalista: la novela no pretende ser una apología de la ultraderecha, pero
tampoco concibe la posibilidad de denigrar al sector. Esto, por supuesto, iba
en contra de la tendencia general del polar de su época, por lo que la obra
terminó convirtiéndose en una suerte de objeto maldito y ganó una gran fama por lo arriesgado de su propuesta.
El estilo es algo para agradecer:
si bien se trata de escritura densa y veloz que necesariamente debe rozar la
brutalidad, se aprecia al menos la cortesía de ser precisa. Cuando tiene que
describir la decadencia de los jóvenes adinerados, o cuando tiene que defenestrar
a las ideologías políticamente correctas, o incluso cuando tiene que narrar una
escena de sexo, Marignac encuentra las palabras adecuadas para no desbordarse, preocupado tal vez por no caer en el lugar común.
Fasciste será un libro polémico para aquellos que confundan a la
política con lo político, a la militancia con la vocación, al compromiso con el
triunfo de la voluntad. Para el resto, por suerte, no habrá polémica, sólo
literatura.
* Marignac, Thierry. Fasciste. ActuSF, París, 2015, 8 €
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