Cinco años después de Le verger, esa colección de baladas
asesinas que fue bien recibida en el Hexágono, Lallemant reaparece con una obra
detallista que produce una sonoridad alucinante. Entre disco y disco, el
cantautor se dedicó a desarrollar el concepto de “siestas acústicas”, unos
recitales de ambiente intimista –realizados normalmente una tarde de domingo
por mes entre las 15 y las 17 horas–, en los que estuvo acompañado por muchos
de los mejores artesanos del actual indie pop francés: J. P. Nataf, Seb Martel,
Les Innocents, Bertrand Belin, Holden, Jeanne Cherhal, e incluso también Vanessa
Paradis y Camélia Jordana.
La maison haute, según lo ha comentado el propio Lallement, emergió
en ese clima minimalista poblado de amigos fieles y leales seguidores, y
despoblado de artificiosas barreras que separen a unos de los otros. El álbum es,
de algún modo, conceptual, o más bien atmosférico, ya que gira permanentemente
en torno a la idea de las luces y las sombras, las cumbres y los abismos, las
cimas y las simas. Las canciones alternan frescos naturalistas (“Au loin la côte”
o “Les ombres”) con cuentos breves (“Scène de crime” o “Les fiançailles”),
creando una textura musical más que interesante.
Es imposible no percibir una
huella estadounidense en el modo que tiene Lallemant de pensar las canciones (“Ronde
de nuit” resulta una suerte de homenaje a Lee Hazlewood, en tanto que Tom Waits
es sin dudas el inspirador de “L’ombre”). Sin embargo cambiar de nacionalidad
no parece ser su intención, sino que más bien ese tono norteamericano es el
modo que Lallemant tiene de heredar la tradición más reciente de la chanson française sin la necesidad de
competir contra los fantasmas a los cuales ya ha alcanzado.
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