jueves, 31 de julio de 2014

El verano artificial

Si a Francia le extirpasen los departamentos insulares, aún así seguiría contando con un amplio litoral. Por ello la playa –ya sea la atlántica o la mediterránea– es muy relevante para el imaginario cultural francés. En el Hexágono hay una especie de ritual social que nunca parece minimizarse: huir hacia las costas marítimas durante el verano.

París, la gran metrópolis francesa, no cuenta con playas. Si posee numerosos espacios verdes (inclusive los llamados Bosque de Boulogne y Bosque de Vincennes), pero su ubicación la deja un tanto alejada de la arena y el mar. Ese es el gran defecto de la capital nacional. ¿Cómo dotar entonces a la Ciudad Luz de playas para satisfacer a su población y lograr, al mismo tiempo, preservar su encanto?
 
Un mar de lujo

A fines del siglo XIX el periodista Hippolyte de Villemessant convenció al empresario Jean-Baptiste Alphonse Daloz de establecer un balneario que se llamase “Paris-Plage” [Playa París]. El mismo se situaría en el norte de Francia, más precisamente en la localidad de Le Touquet, a unos pocos kilómetros al sur de Boulogne-sur-mer. Villemessant era el director de Le Figaro, que por aquel entonces representaba algo así como el boletín oficial de la burguesía francesa; su intención era la de emplear el diario para publicitar el lugar y convertirlo en poco tiempo en el paraíso estival de los personajes más influyentes de la Belle Époque.      

Paris Plage nació en 1882 como obra de Daloz, tres años después de la muerte de Villemessant. Al no contar ya con el auspicio de Le Figaro, el balneario no atrajo a todos los ricos y famosos que se suponía que atraería. En 1885, tras la muerte de Daloz, un propietario de una casa veraniega en la comuna, el empresario inglés John Whitley, pasó a hacerse cargo del emprendimiento. Gracias a este personaje, en 25 años Le Touquet creció espectacularmente alrededor de Paris Plage. Los hoteles comenzaron a multiplicarse, surgieron los casinos y hasta el propio Barón Pierre de Coubertin erigió un centro deportivo para que jóvenes y adultos tuvieran un sitio de recreo. Así, en 1912, la ciudad fue oficialmente rebautizada como Le Touquet-Paris-Plage.

En las décadas siguientes Le Touquet-Paris-Plage intentó imponerse como el nuevo Montecarlo, permitiendo la creación del descomunal hotel Royal Picardy y estimulando el desarrollo de mansiones de estilo fantasista. Sin embargo la colonia británica que verano a verano le insuflaba vida suntuaria a la localidad, hacia la década de 1930, terminó desistiendo de su idea de construir un París onírico y privado en Paso de Calais, y Le Touquet-Paris-Plage se convirtió en una suerte de museo de los locos años veinte.

Las montañas van a Mahoma  

La idea de fundar una sucursal de París junto al mar estaba condenada a fracasar. Le Touquet-Paris-Plage gozó de esplendor y prosperidad, pero su esplendor y prosperidad nunca llegó a ser exactamente el mismo de París, por lo que, a la larga, quedó en evidencia que se trataba de un simulacro.

En los albores del siglo XXI, un nuevo simulacro se gestó en torno a la idea de asociar a París con las playas. Esta vez la propuesta no fue la de construir un París desmontable junto a una playa, sino que lo que más bien se hizo fue colocar playas desmontables en París.

En 2002 el alcalde socialista de París, Bertrand Delanoë, propuso armar playas artificiales a lo largo de la vía Georges Pompidou, es decir sobre la orilla derecha del río Sena. Las mismas contarían con arena real, palmeras y espectáculos gratuitos, justo igual que muchas otras playas. Diferirían de aquellas en un pequeño detalle solamente: en frente suyo no tendrían al agua salada del mar, sino a un río de agua dulce. Así nació Paris Plages, y desde ese año fue un éxito que terminó siendo muy bien recibido por los parisinos.


Paris Plages representa un colosal esfuerzo de coordinación logística, técnica y administrativa. Decorar las calles con arena, oriflamas, reposeras y sombrillas y conservarlas unos treinta días entre mediados de julio y mediados de agosto es más trabajoso de lo que parece. Esta reconstrucción lúdica del espacio urbano termina por establecer una especie de parque temático temporario de gran envergadura y de entrada completamente gratuita. Los ciudadanos de todas las edades, convertidos en turistas del lugar en el que viven, concurren masivamente a las playas simuladas, especialmente durante los sábados y domingos. Es una suerte de práctica escapista, propia del verano. La gente lo entiende así, pues hasta aprovechan para entablar romances estivales, hacer actividades recreativas que normalmente no harían y gastar un poco más de la cuenta para darse un gusto vacacional.

El espacio está claramente dividido en tres sectores: una playa para reposar, una rambla para pasear y el agua para completar el horizonte. El detalle a tener en cuenta es que está completamente prohibido bañarse en el cauce del Sena, por lo que el único mar que se puede experimentar es el humano.

La vida simulada

El concepto de Paris Plages lejos está de ser novedoso u original. Delanoë confesó haberse inspirado en lo hecho por la municipalidad de Saint-Quentin, que, desde 1996, todos los veranos convierte a una zona del tejido urbano de su ciudad en una suerte de balneario a orillas del Somme. Pese a ello, hoy en día el fenómeno de las playas urbanas temporales se replica alrededor del globo siguiendo el ejemplo de París, verdadero ejemplo de gestión turística eficiente: Bruselas, Rótterdam, Berlín, Roma, Budapest, Montreal, Buenos Aires, Tokio y muchas otras ciudades hacen nacer balnearios playeros entre sus muros, pese a estar naturalmente privados de ellos por cuestiones geográficas (Madrid tuvo una playa artificial similar a la de París en 1932, mas en la actualidad su proyecto playero consiste, en realidad, en la apertura al público de unas fuentes de agua para que los niños se refresquen).

También otras ciudades francesas han imitado a la capital: Cognac, Metz, Pau, etc. Rosny-sous-Bois es una localidad del banlieu oriental de París. Allí, en un área habitada por gente de recursos más bien escasos, la experiencia de las playas urbanas se resignifica. Y lo hace porque Rosny-Plages es la demostración necesaria, ostensible, y deprimente de una cotidianidad que sueña con la ilusión de la riqueza. Paris Plages es tan exitoso porque reúne no sólo a obreros, jubilados y una infinidad de adolescentes libres de sus cargas escolares, sino porque también aglomera a una clase media a la que le divierte la multitud de su ciudad observando apacible el paisaje y disfrutando de un calendario de eventos culturales gratuito. Rosny-Plages, en cambio, es una simulación de esa simulación, con espectáculos más modestos y menos compañías intentando vender sus productos. Lo que sucede en el banlieu no es demagogia, es simple simulación. Por ello no es extraño encontrar a niños que, después de ir a la costanera de Rosny-sous-Bois o lugares similares, afirmen en la escuela que han ido a la playa durante sus vacaciones, por más que no hayan podido ver el mar.   

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