Si a Francia le extirpasen los
departamentos insulares, aún así seguiría contando con un amplio litoral. Por
ello la playa –ya sea la atlántica o la mediterránea– es muy relevante para el
imaginario cultural francés. En el Hexágono hay una especie de ritual social
que nunca parece minimizarse: huir hacia las costas marítimas durante el
verano.
París, la gran metrópolis
francesa, no cuenta con playas. Si posee numerosos espacios verdes (inclusive
los llamados Bosque de Boulogne y Bosque de Vincennes), pero su ubicación la
deja un tanto alejada de la arena y el mar. Ese es el gran defecto de la
capital nacional. ¿Cómo dotar entonces a la Ciudad Luz de playas para
satisfacer a su población y lograr, al mismo tiempo, preservar su encanto?
Un mar de lujo
A fines del siglo XIX el
periodista Hippolyte de Villemessant convenció al empresario Jean-Baptiste
Alphonse Daloz de establecer un balneario que se llamase “Paris-Plage” [Playa
París]. El mismo se situaría en el norte de Francia, más precisamente en la
localidad de Le Touquet, a unos pocos kilómetros al sur de Boulogne-sur-mer.
Villemessant era el director de Le Figaro,
que por aquel entonces representaba algo así como el boletín oficial de la
burguesía francesa; su intención era la de emplear el diario para publicitar el
lugar y convertirlo en poco tiempo en el paraíso estival de los personajes más
influyentes de la Belle
Époque.
Paris Plage nació en 1882 como
obra de Daloz, tres años después de la muerte de Villemessant. Al no contar ya
con el auspicio de Le Figaro, el
balneario no atrajo a todos los ricos y famosos que se suponía que atraería. En
1885, tras la muerte de Daloz, un propietario de una casa veraniega en la
comuna, el empresario inglés John Whitley, pasó a hacerse cargo del
emprendimiento. Gracias a este personaje, en 25 años Le Touquet creció
espectacularmente alrededor de Paris Plage. Los hoteles comenzaron a
multiplicarse, surgieron los casinos y hasta el propio Barón Pierre de
Coubertin erigió un centro deportivo para que jóvenes y adultos tuvieran un
sitio de recreo. Así, en 1912, la ciudad fue oficialmente rebautizada como Le
Touquet-Paris-Plage.
En las décadas siguientes Le
Touquet-Paris-Plage intentó imponerse como el nuevo Montecarlo, permitiendo la
creación del descomunal hotel Royal Picardy y estimulando el desarrollo de mansiones
de estilo fantasista. Sin embargo la colonia británica que verano a verano le
insuflaba vida suntuaria a la localidad, hacia la década de 1930, terminó desistiendo
de su idea de construir un París onírico y privado en Paso de Calais, y Le
Touquet-Paris-Plage se convirtió en una suerte de museo de los locos años
veinte.
Las montañas van a
Mahoma
La idea de fundar una sucursal de
París junto al mar estaba condenada a fracasar. Le Touquet-Paris-Plage gozó de
esplendor y prosperidad, pero su esplendor y prosperidad nunca llegó a ser exactamente
el mismo de París, por lo que, a la larga, quedó en evidencia que se trataba de
un simulacro.
En los albores del siglo XXI, un
nuevo simulacro se gestó en torno a la idea de asociar a París con las playas.
Esta vez la propuesta no fue la de construir un París desmontable junto a una
playa, sino que lo que más bien se hizo fue colocar playas desmontables en
París.
En 2002 el alcalde socialista de
París, Bertrand Delanoë, propuso armar playas artificiales a lo largo de la vía
Georges Pompidou, es decir sobre la orilla derecha del río Sena. Las mismas
contarían con arena real, palmeras y espectáculos gratuitos, justo igual que
muchas otras playas. Diferirían de aquellas en un pequeño detalle solamente: en
frente suyo no tendrían al agua salada del mar, sino a un río de agua dulce.
Así nació Paris Plages, y desde ese año fue un éxito que terminó siendo muy
bien recibido por los parisinos.
Paris Plages representa un
colosal esfuerzo de coordinación logística, técnica y administrativa. Decorar
las calles con arena, oriflamas, reposeras y sombrillas y conservarlas unos
treinta días entre mediados de julio y mediados de agosto es más trabajoso de
lo que parece. Esta reconstrucción lúdica del espacio urbano termina por
establecer una especie de parque temático temporario de gran envergadura y de
entrada completamente gratuita. Los ciudadanos de todas las edades, convertidos
en turistas del lugar en el que viven, concurren masivamente a las playas
simuladas, especialmente durante los sábados y domingos. Es una suerte de
práctica escapista, propia del verano. La gente lo entiende así, pues hasta
aprovechan para entablar romances estivales, hacer actividades recreativas que
normalmente no harían y gastar un poco más de la cuenta para darse un gusto vacacional.
El espacio está claramente
dividido en tres sectores: una playa para reposar, una rambla para pasear y el
agua para completar el horizonte. El detalle a tener en cuenta es que está
completamente prohibido bañarse en el cauce del Sena, por lo que el único mar
que se puede experimentar es el humano.
La vida simulada
El concepto de Paris Plages lejos
está de ser novedoso u original. Delanoë confesó haberse inspirado en lo hecho
por la municipalidad de Saint-Quentin, que, desde 1996, todos los veranos
convierte a una zona del tejido urbano de su ciudad en una suerte de balneario
a orillas del Somme. Pese a ello, hoy en día el fenómeno de las playas urbanas
temporales se replica alrededor del globo siguiendo el ejemplo de París,
verdadero ejemplo de gestión turística eficiente: Bruselas, Rótterdam, Berlín,
Roma, Budapest, Montreal, Buenos Aires, Tokio y muchas otras ciudades hacen
nacer balnearios playeros entre sus muros, pese a estar naturalmente privados
de ellos por cuestiones geográficas (Madrid tuvo una playa artificial similar a
la de París en 1932, mas en la actualidad su proyecto playero consiste, en
realidad, en la apertura al público de unas fuentes de agua para que los niños
se refresquen).
También otras ciudades francesas
han imitado a la capital: Cognac, Metz, Pau, etc. Rosny-sous-Bois es una
localidad del banlieu oriental de
París. Allí, en un área habitada por gente de recursos más bien escasos, la
experiencia de las playas urbanas se resignifica. Y lo hace porque Rosny-Plages
es la demostración necesaria, ostensible, y deprimente de una cotidianidad que
sueña con la ilusión de la riqueza. Paris Plages es tan exitoso porque reúne no
sólo a obreros, jubilados y una infinidad de adolescentes libres de sus cargas
escolares, sino porque también aglomera a una clase media a la que le divierte la
multitud de su ciudad observando apacible el paisaje y disfrutando de un
calendario de eventos culturales gratuito. Rosny-Plages, en cambio, es una
simulación de esa simulación, con espectáculos más modestos y menos compañías
intentando vender sus productos. Lo que sucede en el banlieu no es demagogia, es simple simulación. Por ello no es
extraño encontrar a niños que, después de ir a la costanera de Rosny-sous-Bois o
lugares similares, afirmen en la escuela que han ido a la playa durante sus
vacaciones, por más que no hayan podido ver el mar.
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