jueves, 4 de marzo de 2010

El bello sonido de la tristeza

Boris Vian publicó La espuma de los días en 1947. La novela es pródiga en juegos de palabras, pues Vian no buscaba otra cosa más que explorar la musicalidad de la lengua. En medio de ese trabajo de malabarismo verbal, Vian introduce una típica historia de amor, que a través de la crueldad y la desgracia deviene tragedia. El texto tiene esa extraña facultad de generar belleza a partir de la tristeza, como la tienen también esas cartas que un amante le envía a su amada para decirle, justo después que la relación se desmoronó para siempre, que la amará eternamente. Los protagonistas de la novela de Vian –en una alusión un tanto velada hacia la famosa obra de Longo– se llaman “Colin” y “Chloé”.
Unos sesenta años después de la publicación del libro de Vian, un cantautor bretón llamado Eric Le Corre adopta el masculino “Colin” y el femenino “Chloé” como pseudónimo, y da a conocer un disco llamado “Appeaux”. Las canciones del mismo no apuestan a los juegos de palabras, pero si heredan de Vian la facilidad para oscilar entre la angustia y la poesía, entre el desconsuelo y el arte.
Colin Chloé cuenta entre sus influencias a muchos cantautores de la tradición francesa (de Georges Brassens a Dominique Ané, pasando por Jacques Brel, Serge Gainsbourg y Alain Bashung) como también de la anglosajona (de Neil Young a Nick Cave, pasando por Bob Dylan, Nick Drake y Leonard Cohen); no extrañaría por ello que en algún momento evoque a Graeme Allwright. Semejantes listados de referencias no son un mero acto de name-dropping sino una afortunada realidad que se hace patente al escuchar su música.
Las canciones tienen un aire pastoral, bucólicas, folk. Compuestas e interpretadas con guitarras acústicas, muchas veces las melodías son laceradas con guitarras eléctricas, a veces crueles, a veces furiosas. Chloé tiene facilidad para expresar el tormento y la esperanza, contando historias antiheróicas, historias de cobardes o desertores, de gente invisible o amores contrariados.
Su voz es lánguida, pero trata siempre de ponerla en el centro de la escena, pues un trovador no puede quedarse en la sombra (en algunas piezas se incluyen la tierna voz de Gaëlle Kerrien). Por momentos se parece a cierto Miossec o a cierto Biolay –a cierto Tue-Loup diría algún francés versado en folk vernáculo–, pero la mayor parte del tiempo logra afianzar su propio sello. Allí encontramos lo mejor del álbum.
En “Le jardin des orangers” canta contra la globalización, el neoliberalismo y el capitalismo salvaje. En “Le marin” cuenta la historia de un marinero que opta por abandonar el sórdido mar al cual no podrá dejar de pertenecer. En “L’évasion” habla de una fuga de prisioneros.
“Les équilibristes” y “La fille de l’eau” son también memorables por los ambientes que logran recrear, pero es imposible no percatarse de que Appeaux incluye una versión musicalizada del poema “Laissant Quimper” de Guillaume Apollinaire y otra de “Le vin de l’assassin” de Charles Baudelaire. Esta última pieza, particularmente, es pura intensidad, pero aún así no abandona la mesura: representa la medida justa entre lo dionisiaco y lo apolíneo, tal y como ambicionaba ese vieux rocker que escribió Las flores del mal. Las guitarras eléctricas, las armónicas, los cellos y los otros instrumentos encuadran a la historia que Baudelaire escribió pensando en los pueblos obscuros de provincia en un escenario del Lejano Oeste, donde los ecos de Ennio Morricone se oyen mientras un pobre esclavo del vino (de lo divino) decide liberarse de la gravedad del mundo asesinando espantosamente a su mujer por medio de la lapidación, sólo para después buscar su propia muerte mientras cree haberse posicionado más allá del bien y del mal, del tiempo y de la eternidad, de la belleza y la fealdad. 

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