sábado, 16 de octubre de 2010

Sin burocracias en la lengua

Desde hace unas seis décadas y media, Francia es administrada por una suerte de hermética casta de funcionarios públicos. En efecto, la École Nationale d’Administration (ENA) es una institución peculiar, capaz de producir anualmente una pequeña élite de tecnócratas que –tras obtener el título que los consagra como abnegados “sacerdotes” de la “sacrosanta religión” de la función pública– se responsabilizan por la gestión de los asuntos administrativos más relevantes del Estado francés.

Si bien la institución fue creada desde la sincera intención de colaborar en la tarea de modernizar a Francia después de la devastadora Segunda Guerra Mundial y bajo el noble fin de garantizar la meritocracia, con el tiempo ello se fue desdibujando. Así, el viejo propósito de formar a un grupo de especialistas que eficientizase los recursos del Estado y que trabajase para asegurar el funcionamiento equilibrado de los mercados se convirtió con los años en un mero ideal regulativo y no en una verdadera meta a alcanzar.

Codeándose tanto con líderes empresariales como con gobernantes electos, los “enarcas” trabajan más para ellos mismos que para el Estado. Generalmente, al cabo de unos años de desempeño como empleados estatales, los enarcas suelen utilizar sus habilidades adquiridas y sus influencias cultivadas para saltar desde sus puestos en el sector público hacia los del sector privado –ese movimiento, llamado vulgarmente “pantouflage”, suele complementarse con el retorno de los enarcas a la arena pública, pero esta vez con aspiraciones políticas, ansiosos por ser votados por la ciudadanía francesa.

Pese a la desviación entre la realidad y la idealidad de la que son artífices los egresados de la ENA, los políticos del Hexágono –exceptuando a aquellos que promueven discursos radicalizados contra la burocracia– por lo general pretenden que, de alguna manera, el prestigio que supuestamente tiene la élite de los enarcas se rebalse hacia todas las demás reparticiones del Estado. Sin embargo los enarcas, especialmente los mejores calificados (es decir los que suelen convertirse en auditores financieros), son percibidos por la mayoría de los franceses como casos especiales de gente con un complejo de superioridad, y a causa de ello son vistos como un conjunto de empleados dueños de una exagerada conciencia de liderazgo, que se encuentran notoriamente distanciados del burócrata promedio que puebla las oficinas públicas. Este último personaje es mucho más numeroso que el enarca del que venimos hablando, y actualmente es miembro de una aristocracia desnimbada a la que la palabra “rentabilidad” les suena como un vocablo perteneciente a una lengua muerta e indescifrable.

El burócrata promedio ha sido ampliamente representado en la literatura y el cine de Francia. El caso con más eco en estos últimos tiempos ocurrido dentro de esa línea fue producido por Aurélie Boullet. La historia es poco interesante, pero la repercusión posterior ha sido insospechada: una joven llega a la Delegación de Asuntos Internacionales de la región de Aquitania, después de haberse capacitado entre cursos de grado y de posgrado durante varios años (pero no en la ENA sino en el INET) para acceder a un puesto de esa categoría, con la sólida estabilidad y todos los beneficios salariales que supone; sin embargo, una vez instalada, comienza a notar que todo se mueve a un ritmo casi letárgico y que las ganas de trabajar de la mayoría de sus colegas son nulas; consecuentemente la joven, hastiada por la situación en la que está inmersa y con el objetivo de encontrar una vía para hacer catarsis, decide abrir un blog y relatar anécdotas laborales, al mismo tiempo que presenta perfiles satíricos de la gente con quien comparte sus días de trabajo; unos años después el blog se transforma en un libro –Absolument dé-bor-dée! ou le paradoxe du fonctionnaire–  que publica bajo el pseudónimo de Zoé Shepard, y que, tras dejar en evidencia el funcionamiento caótico de la oficina pública en la que desempeñaba, le cuesta una dura suspensión.

El relato (de hechos reales) de Shepard se desarrolla en una atmósfera de ficción. En un momento ella apunta que, durante sus primeros días como entusiasmada empleada nueva, al notar el comportamiento éticamente reprochable de sus compañeros, pensó que todo se trataba de una suerte de experimento televisivo, de uno de esos realities shows en los que el protagonista ignora que lo están filmando con cámaras escondidas y que todos los que lo rodean son en verdad actores. No obstante, con el correr del tiempo, Shepard comienza a ir más allá de la negación, sumergiéndose en la ira contra sus colegas, luego en una clase de intento por aislarse de todo lo que la rodeaba, más tarde empantanándose en la depresión por tener que enfrentar una situación como esa, y finalmente aceptando que allí no había cámaras ni guiones, sino sólo pura y triste realidad.

Las viñetas que aparecen en el libro son los sucesos habitualmente conocidos por cualquiera que haya formado parte de una oficina pública en el mundo occidental. Salvo en casos excepcionales, los trabajadores en relación de dependencia suelen hacer todo lo que pueden para trabajar la menor cantidad de tiempo posible y cobrar el salario más alto al que le es dado acceder; Shepard enumera varios casos así, en los que sus compañeros, arduamente, se esfuerzan para trabajar sólo durante 35 horas, pero no semanales –como estipulan las leyes francesas– sino mensuales. La mayoría se la pasa jugando juegos en línea o actualizando su perfil en Facebook, pero hay otros que se la pasan charlando sobre programas de televisión, historias personales y romances de oficina.

Algunos de los personajes –presentados siempre bajo pseudónimo– son retratados como incompetentes y holgazanes, pero otros, en cambio, como hipócritas y manipuladores. A la autora le repugnan aquellos funcionarios que anteponen sus intereses partidarios frente al bien público, odia a esa gente que se la pasa especulando con conseguir o asegurar el éxito político de tal o cual candidato para ganar más poder y facilitar de ese modo sus prácticas nepóticas, ayudándose con ello a consolidar las arbitrarias jerarquías vigentes.

Pese a la prosa viperina, el texto trata de ser humorístico. El libro, efectivamente, no pretende ser un panfleto contra la idea de la función pública, sino contra su práctica degenerada. Shepard no ataca a las instituciones, sólo se limita a lamentarse del mal uso que el Estado hace del dinero público en la oficina en la que ella trabaja. Absolument dé-bor-dée! es el testimonio de alguien que fue sometido a la violencia psicológica tan habitual en los espacios laborales, y buscó una manera de escaparle a la situación sin recurrir a la ingesta desmedida de alcohol o al uso de navajas para rasurar sobre sus muñecas.

* Shepard, Zoé (pseud. de Aurélie Boullet). Absolument débordé : le paradoxe du fonctionnaire. Albin Michel, París, 2010, 19 €

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