martes, 30 de noviembre de 2010

Sobre una impostura estonia

Hace ya veinte años que Estonia es un país independiente. Antes, es decir durante los años de existencia de la Unión Soviética, la palabra “Estonia” transmitía muy poco a los occidentales. Quienes la sentían relevante eran, principalmente, los estonios emigrados y sus descendientes. El resto del mundo pensaba en esa región como uno más de los territorios cubiertos por la (bendita o, dependiendo del punto de vista, nefasta) marea roja socialista soviética. Sin embargo, a veinte años de la recuperación de la independencia, “Estonia” es una palabra que sigue aún hoy expresándole muy poco a todo aquel que no es nativo de Estonia.

Quizás por ello un lector no estonio no sepa muy bien como interpretar los textos que abordan el tema de la historia y el carácter del pueblo estonio. De cualquier manera es fácil suponer que, salvo que la gente en Estonia haya atravesado por algún acontecimiento verdaderamente conmocionante, la vida de una persona de ese país no difiere demasiado en lo fundamental de la del resto de los habitantes del planeta, o al menos de la de los del sector influenciado culturalmente por varios siglos de importante presencia cristiana. Dejando de lado la ignorancia acerca de la identidad estonia, cualquier lector puede juzgar un libro de ficción sobre Estonia desde otros parámetros, como lo son, por ejemplo, el manejo del lenguaje, la construcción (realista o simbólica) de los personajes, y el desarrollo de las acciones narradas. Desde esta perspectiva tomaremos dos novelas ambientadas en la Estonia contemporánea: Un roman estonien de Katrina Kalda y Puhdistus de Sofi Oksanen.

Las dos obras a las que nos referimos comparten un rasgo evidente: si bien ambas utilizan a Estonia como escenario, ambas fueron escritas en idiomas diferentes al estonio. En efecto, Un roman estonien fue escrita en francés por su autora, una estonia que reside en Francia desde hace veinte años, mientras que Puhdistus resulta un texto originalmente redactado en finlandés, producto de una mujer nacida en Finlandia como hija de una estonia exiliada.

Gracias a unas muy agresivas campañas de mercadotecnia, Oksanen se ha convertido en estos últimos tiempos en una estrella literaria internacional. Su perfil resulta muy atractivo para cierto tipo de gente que –junto a los libros de Larsson o de Saramago– se jacta de consumir “literatura de calidad”: es una predicadora de la democracia, una militante anti-totalitaria, una defensora de todos los movimientos que estén a favor de la ampliación de las libertades individuales; dicho de un modo más breve, Oksanen es la estereotípica activista del pensamiento políticamente correcto. Además ella ha confesado ser “bisexual”, gótica, vegetariana, entusiasta de los tatuajes y de la tintura para el pelo, y bulímica, lo que la convierte en algo así como la Lady Gaga de las letras escandinavas. De esa mezcla, vale decir de la suma del ecumenismo secular con los traumas de la adolescencia femenina sobre un fondo de misticismo neopagano en clave New Age, nace la literatura de Oksanen, y –probablemente no sea exagerado decirlo– a ella se reduce (una novela suya anterior de 2003, Stalinin lehmät, puede ser leída como la semilla de la cual brotará el resto de sus obras, pues trata de una adolescente conflictuada, una adulta escapista y una anciana víctima).

El hecho de ser accidentalmente estonia y escribir sobre las tragedias del país báltico con total soltura, le ha granjeado reproches entre la intelligentzia del pequeño vecino de Rusia. Jaan Kaplinski, uno de los escritores contemporáneos más prominentes en lengua estonia, ha dicho de Oksanen que su literatura se asemeja a aquella literatura soviética propagandística (algo así como el 90% de los hoy afortunadamente olvidados libros que fueron publicados durante la vigencia de la URSS) en la que unos héroes muy buenos, los partisanos o sindicalistas, vencían a unos villanos muy malos, los invasores fascistas o los industriales y terratenientes que se negaban a socializar su propiedad. Kaplinski ve en Puhdistus una especie de cuento de hadas gótico (con la prostituta que huye de sus crueles proxenetas, el demente escondido en un cuarto secreto, la anciana víctima de su hermana mayor, etc.), que, gracias a los caprichos del mercado, se traspapeló en Occidente como un recuento histórico del “terror” bajo el que vivió la gente durante los años de la Estonia Soviética. Le molesta –y, quizás, con plena razón– que el libro de Oksanen victimice al pueblo estonio, que termine por presentarlo como la presa indefensa de unos demonios que, cargando sus hoces y sus martillos, le alambraron la mente a la gente al mejor estilo 1984. Ciertamente –sostiene Kaplinski– el comunismo fue un régimen violento, autoritario y perverso, cargado de purgas políticas y campos de concentración, pero nunca se llegó a ese nivel de represión y aturdimiento fabulado por la finlandesa.

Lo otro que Kaplinski da a entender es que lo que hace Oksanen no sólo es nocivo porque trivializa la realidad histórica de un país –y, con ello, su presente político– sino también porque ejerce ella una suerte de colonialismo cultural (lo que hizo con respecto a Estonia se asemeja a lo que sucedería si un peruano que vivió la mayor parte de su vida entre EEUU y Europa escribiese un libro sobre un dictador dominicano, creando la sensación de que en República Dominicana no existe nadie con el talento suficiente como para hacerlo, es decir, creando la sensación de que ciertos países necesitan “escribidores” extranjeros que se ofrecen sin que nadie los llame para redactar sus propias autobiografías). Pareciera, incluso, que Oksanen escribiese por momentos en una suerte de finlandés “pre-traducido”. No es de extrañar, entonces, que en unas cuantas décadas esta autora termine siendo considerada como seria candidata al Premio Nobel, pero no para cumplir la cuota étnica que lava las culpas occidentales (no sería una colega de Soyinka, Walcott ni Naipaul), ni tampoco como la promotora europea de la civilidad y las buenas costumbres (como lo son el sudafricano Coetzee y el alemán Thomas Mann), sino más bien como parte de los autores “testimoniales” (como una miembro más del club de los Kertész, las Toni Morrison, los Gao Xingjian, etc).

Ahora bien, de espaldas a esa suma de clichés neogóticos y de la narrativa de suspenso que es Puhdistus (que bien podría haber emergido de uno de esos cursos universitarios de “escritura creativa”), está la novela Un roman estonien. Katrina Kalda, su autora, ha escrito –a diferencia de Oksanen– sin apuntar su historia tanto al público femenino ni afinar su prosa como para hacerla particularmente atractiva para las mujeres. En lugar de ello ha decidido optar por la experimentación literaria. Es decir, si a Puhdistus se le extirpa el marco estonio, nos encontramos con una especie de argumento contrabandeado de alguna película no muy destacable de Lifetime TV, mientras que si hacemos lo mismo con Un roman estonien, hallaremos un experimento metaficticio que si bien no llega a ser admirable por su ejecución un tanto torpe, al menos es apreciable por su osadía.

El libro de Kalda cuenta la historia de August, un ciudadano de Tallin que escribe un folletón que un diario muy importante de Estonia publica. Ocupa ese puesto porque un empresario y político se lo ofrece tras confundirlo con un activista de la época de la lucha por la independencia. A medida que el relato se desarrolla, vemos a August revolver oblicuamente su pasado mientras intenta fantasear con transformar su presente apuntando a seducir a la mujer de su protector. Así, y sin la necesidad de caer en vulgares obviedades, se construye un interesante retrato de Estonia que va desde la época de la pesada atmósfera del periodo previo a la Glasnot hasta los desvaríos y contradicciones que se vivieron en los años del postcomunismo y de la lenta integración a la Unión Europea. Lo ingenioso de la novela es que el diálogo con el pasado se produce mayormente a través de los personajes que el protagonista crea en su ficción, que es tal vez un roman à clef o una alegoría. Ello, a su vez, genera una lectura tal vez excesivamente demandante.  

Kalda consigue construir en Un roman estonien un texto complejo, por momentos tan enrevesado que derrapa en la ilegibilidad, pero lo suficientemente bien articulado como para poder hacer de la sutileza su principal virtud, sin la necesidad de terminar hablando de vómitos, hímenes rotos ni muñecas rasgadas con rasuradoras para expresar los auténticos dramas de la vida cotidiana.

* Kalda, Katrina. Un roman estonien. Gallimard, París, 2010, 16,90 €

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