La primera novela de Édouard
Louis se abre con una frase hiperbólica: “No tengo ningún recuerdo feliz de mi
infancia”. Ese puñado de palabras condensa el resto del libro. La contundencia
del inicio puede ser una falla o un acierto: será una falla si funciona como
advertencia para el lector juicioso que abandonará el libro antes de sentarse a
contemplar la tortura, pero será un acierto, en cambio, si el libro encuentra a
un lector voyeur deseoso de espantarse
y conmoverse con el sufrimiento íntimo de un jovencito provinciano.
El canto del cisne
En finir avec Eddy Bellegueule es un relato truculento sobre las
penurias de un joven francés homosexual y pobre. El final es feliz, porque Eddy
Bellegueule, el protagonista de la novela, al envejecer logra escapar de ese
ambiente opresivo y humillante en el que estuvo inserto desde que nació. Pero
antes de describir el momento de la redención, el narrador obliga al lector a
rememorar las escenas dolorosas que componen la biografía del protagonista.
La acción se desarrolla en un
pueblo rurbano de Picardía, una región al norte de Francia. El imaginario popular
francés ha convertido a esa zona en un mundo habitado por gente fatalmente rústica, y la ficción de Louis no pretende cuestionar ese estereotipo negativo
sino profundizarlo. Así los hombres que aparecen en En finir avec Eddy Bellegueule son violentos, imbéciles, toscos, alcohólicos,
racistas, obesos, supersticiosos, exhibicionistas, homófobos, antisemitas,
islamófobos, y están destinados a terminar desempleados y a morir en manos del
cáncer o de la cirrosis. Del mismo modo las mujeres son presentadas como
sumisas y maltratadas, víctimas de esos embarazos adolescentes indeseados que
terminan privándolas de una formación universitaria y que las obligan a permanecer
atadas a maridos que las insultan, golpean y violan, incitándolas con ello a
sumergirse en un alcoholismo silencioso y vergonzoso para escaparle a la
realidad. Las casas en las que habitan estas personas brutalizadas son sucias,
con puertas y ventanas rotas, con paredes llenas de moho y sin revoque, con
calefacción provista por leña, y en las que no falta el apestoso olor a
frituras, humedad y animales sucios. La cría de esta gente espantosa son sólo
versiones jóvenes de ellos mismos, que nada hacen para alterar el paisaje en el
que viven, como si llevasen en la sangre la condena de su raza (tal y como
teorizaban los naturalistas del siglo XIX).
Sin embargo entre medio del pantano
surge una flor: Eddy Bellegueule. Y, como no podía ser de otro modo, nadie la
aprecia. Entonces el pequeño Bellegueule sufrirá las burlas, las amenazas, las
golpizas y, sobre todo, la incomprensión, pues el “homo picardus” promedio
considera que el amor de un varón hacia otro varón no puede ser algo normal ni aceptable.
Bellegueule no está completamente
solo en su pueblo (en un pasaje cuenta que va a una discoteca junto a unos
amigos), pero se siente extraño, desconectado del tétrico mundo que lo rodea. Es
incapaz de empatizar con aquellas personas con quienes comparte sus días, por
lo que los percibe como caricaturas detestables, como si fuesen lapins crétins de carne y hueso –una de
las pocas excepciones a esa mirada es la escena en la que un primo suyo sale de
prisión y, con la experiencia de la humillación asimilada en carne propia,
visita a su abuela.
Al protagonista le explican que
los hombres son fuertes y duros, que nunca se rinden, que no consumen
medicamentos, que no hablan sobre sus sentimientos, y, sobre todo, que hacen
todo lo posible para no ser afeminados. Entonces piensa que él, que es todo lo
contrario a eso, está enfermo, supone que es una niña encerrada en el cuerpo de
un niño, pues su voz aflautada y su facilidad para el llanto lo colocan en la
vereda opuesta de la virilidad. A la tentación de suicidarse el protagonista la
silencia gracias a que en la adolescencia encuentra que su escuela le ofrece el
teatro como actividad curricular. Subirse a un escenario para fingir ser otro
le permite descubrir cosas sobre si mismo que antes había ignorado. En el
epílogo –como ya lo he señalado arruinándole el final a quienes no han leído el
libro– Bellegueule encuentra la salvación dejando atrás su pasado para recomenzar
su vida en París. El muchacho resultó ser como el cisne del cuento de Hans
Christian Andersen al que todos lo percibían como un pato feo cuando en
realidad se trataba de un ave majestuosa.
El yo enmascarado
El libro de Louis se convirtió en
un éxito de ventas en el Hexágono. Mucha gente corrió hacia las librerías tras
enterarse de que había una novela que describía las desventuras de un
homosexual en la Francia
contemporánea, la cual cada día tiende a ser más tolerante con la comunidad de
gays, lesbianas, bisexuales y transexuales.
Maliciosamente más de uno comparó
a En finir avec Eddy Bellegueule con
la película Les garçons et Guillaume, à
table ! (2013), en la que el afeminado Guillaume Gallienne cuenta en tono
cómico todo lo que sufrió creyendo que era homosexual hasta que se dio cuenta
de que le gustaban las mujeres. La gran diferencia entre un relato y el otro,
claro, es que mientras a uno lo protagoniza un hombre proveniente de una
familia acomodada, el otro habla acerca de un muchacho proletario cuya familia
sobrevivió gracias a la generosidad del Estado de Bienestar. Por ello la obra
de Louis seduce más que la de Gallienne: despierta compasión.
De todos modos, debido a lo
impactante de ciertas escenas (la más lograda por su realismo es acaso una en
la que el narrador relata sus inicios en la sodomía con apenas 10 años), En finir avec Eddy Bellegueule levantó
sospechas en los lectores sobre el autor de la obra, pues era más que obvia la
similaridad que hay entre éste y el narrador y protagonista del relato. El
libro, editado por la prestigiosa Seuil, fue lanzado como una novela. Bien
podría haber sido presentado como un testimonio, una autobiografía o, en su
defecto, como una autoficción –haciendo uso así de ese invento francés que les
permite a muchos inventarse las vidas que no vivieron–, pero quizás los
expertos en mercadotecnia o en publicidad (aunque más probablemente los
abogados) de la editorial determinaron emplear el rótulo “novela”.
No pasó demasiado tiempo hasta
que Louis anunciase lo que todos esperaban oír: Eddy Bellegueule era él. De
hecho ese fue su nombre legal, hasta que decidió cambiarlo, asqueado de tener
que llevar ese nombre de pila tan juvenil que su padre tomó de la televisión junto
a un patronímico tan peculiar (“Bellegueule”, en francés, equivale a “Apuesto”
o “Hermoso”, aunque también podría traducirse como “Buengesto”). En finir avec Eddy Bellegueule,
entonces, pasó a transformarse no sólo en un texto confesional, sino también en
el testimonio de un hombre que ha exorcizado su pasado detallando la agonía del
muchacho que supo ser.
Periodistas de Le Courrier Picard visitaron a la familia de Bellegueule (ahora Louis) en Hallencourt. Su madre Monique, sus
hermanas Mélanie y Candice, y su hermano Andy estaban desconsolados. Ninguno
podía creer que ese muchacho al que tanto amaban y del que estaban tan
orgullosos hubiese escrito semejante panfleto en contra de ellos. El diario
norteño constató que ni las hermanas Bellegueule parecían mujeres
semianalfabetas ni la casa en la que moraban era un chiquero. Además los
periodistas recogieron testimonios de otros familiares de Louis en los que
aseguran que ellos no son homófobos ni racistas, y que les gustaría que el
joven escritor se disculpe por ridiculizarlos.
Pero Eddy Bellegueule, aquella
persona que podía llegar a tener la obligación de apaciguar las aguas, ya no
existe. Al parecer se ha transmutado en Édouard Louis, como las orugas se
transmutan en mariposas. Esa atmósfera social asfixiante en la que vivía, junto
al yugo familiar que él entendía como tóxico, finalmente se ha esfumado, ahora
el muchacho es libre: puede revolcarse con cuanto hombre desee sin estar
ocultándolo como si estuviese cometiendo un delito. ¿Ese fue su triunfo?
En Hallencourt a Louis le
recomendaron que por lo pronto no visite el pueblo, ya que muy pocos allí están conformes con el modo en que fueron retratados en la exitosa novela.
Es legítima entonces la interrogación sobre cómo puede uno estar en paz consigo
mismo si se ha desarraigado voluntariamente hasta eliminar el propio nombre, y
cuando mira hacia atrás lo hace con un violento resentimiento y un ardiente
espíritu de revancha (es como un Thomas Bernhard que padece de histeria y
vértigo anal). Édouard Louis me hace acordar a Divine, el travestido de Notre-Dame-des-Fleurs, la famosa novela
de Jean Genet: joven homosexual criado en un ambiente rural, viaja a París, se
transforma en mujer y –orgulloso de su osadía y con la convicción de que, tras
haber sobrevivido a las impiadosas humillaciones, tiene ahora derecho a volar
por encima del rebaño– asciende socialmente, sólo para entrar en decadencia
después y morir pensando en su pueblo y en su familia a la que abandonó por
decisión propia.
Las reglas del método
sociológico
Louis, actualmente, es un
estudiante avanzado de sociología, admirador de la obra de Pierre Bourdieu.
Tanto es así que hace poco intentó polemizar contra el prestigioso intelectual Marcel Gauchet, luego de que anunciase que él no asistiría a ningún evento en el que
también estuviese como invitado aquel que tildó al pensamiento de Bourdieu de
ser un mecanicismo y determinismo sofisticado que de nada sirve para comprender
el funcionamiento de una sociedad. Louis, quizás un elegebetista, demuestra de
este modo su voluntad de cuestionar al campo intelectual y político de la Francia actual, pues
parece que una novelita sobre un niño desafortunado alcanza y sobra para
convertir a su autor en una figura de autoridad de la opinión pública.
De cualquier manera En finir avec Eddy Bellegueule es un
texto que no le debe prácticamente nada al Bourdieu que tanto dice admirar
Louis. Más allá de que aparecen conceptos como los de “burguesía”, “clases
populares” y “dominación masculina”, la novela no puede ser leída como el
análisis de una lógica social sin fracasar rotundamente en esa tarea.
La escritura de Louis es pálida,
playa, fría, seca, como si aspirase al mayor grado posible de objetividad,
aunque opta por escribir sobre la instantaneidad de las acciones antes que por
elaborar descripciones minuciosas acerca de los escenarios; empero ese estilo
no está al servicio de la sociología, sino del periodismo policial, pues
concentra la atención del lector alrededor de un interés por lo espectacular
(las mujeres golpeadas, los escolares hostigados por sus compañeros, el incesto,
la precocidad sexual y el alcoholismo infantil son las delicias de la crónica
roja cuando no tiene homicidios, robos o accidentes sobre los cuales reportar).
El régimen de comprensión del “homo picardus” es permanentemente interrumpido e
intoxicado por el sensacionalismo que busca escandalizar al lector que
desconoce las miserias de las que son capaces los pobres.
Louis sabe de la existencia de
las estadísticas, pero le resulta más efectivo hacer generalizaciones, como en
un párrafo en el que asegura que la mayor parte de los hombres de su pueblo
natal son bebedores. Nada menos sociológico que eso.
Otra prueba de que Bourdieu es el
gran ausente de En finir avec Eddy
Bellegueule es el abuso que Louis hace de la “ilusión biográfica”,
denunciada por el famoso sociólogo en un polémico artículo de 1986. Louis
selecciona hechos biográficos y los entreteje entre si de manera tal que al
final demuestran que el destino de este muchacho era superar las adversidades
para volar así libre como el ave del paraíso que en realidad era. El texto
progresa a través de instantes decisivos en donde las cosas se les van a
aclarando cada vez más al protagonista. Bourdieu impugnaría un relato como ese
por considerarlo grotescamente teleológico.
Lo cierto es que la literatura
construye, crea sentido, permitiendo de ese modo determinar identidades. La
sociología –según lo que el viejo Bourdieu sostenía– está motivada por
exactamente lo contrario a eso: la voluntad de deconstruir, para demostrar que
en última instancia toda identidad que parece natural y espontánea no es más
que una construcción social.
Mamá y papá
Louis no tiene problemas para despreciar
a sus progenitores. A su padre lo considera un hombre barbárico, que bebe la
sangre de los cerdos que sacrifica o que liquida a golpes a un montón de
gatitos sin sentir ni el más mínimo remordimiento por ello. A su madre, en
cambio, la ve como a una cautiva que perdió toda esperanza de vivir una vida
mejor: en un momento cuenta que ella sufre un aborto inesperado en un baño, y
termina de rodillas cepillando los restos del feto del retrete como quien
limpia con enojo el vómito de un ebrio.
En la prosa de Louis se nota la
influencia de dos autores que, creo, fueron más significativos para él que Bourdieu:
me refiero a Annie Ernaux y a Didier Eribon, dos escritores que conocieron y
veneraron al autor de La Distinction.
Ernaux –cuyo verdadero apellido
es Duchesne– publicó Les armoires vides,
su primera novela, en 1974. El texto reúne sus recuerdos de la infancia y la
adolescencia en Normandía, en la época en que sus padres pasaron de ser obreros
a pequeños comerciantes gracias a que la posguerra posibilitó el auge económico
de la nación. Allí relata, básicamente, su relación con sus progenitores, ante
quienes sentía vergüenza y desprecio por sus costumbres toscas y su falta de
ilustración, pero a los que termina comprendiendo y apreciando una vez adulta.
Esa historia está narrada por su alter ego y está escrita de un modo en que las
frases floridas están deliberadamente ausentes: una prosa visual y descriptiva,
que busca usar el mismo tono neutralista para hablar de las personas, los
trenes o los supermercados, como si pretendiese que lo que a ella le sucedió le
habría sucedido también al resto del mundo.
La década de 1970 fue la década
en que los franceses le dieron el nombre de “autoficción” a las autobiografías
fabuladas. Fabular la propia biografía es algo muy común, pero siempre se ha
hecho con un sentido aventurero y heroico para agregarle más color a una vida
empalidecida por la falta de acontecimientos interesantes; pues bien, en
Francia, durante la década de 1970, lo que se empezó a fabular fue la propia
intimidad, para alterar las escenas domésticas más comunes. En rigor no es que
en ese periodo comenzó esta modalidad de fabulación (pues algo como eso ya
venía sucediendo desde hacía mucho), sino que lo que más bien sucedió fue que el
público lector y la crítica literaria empezaron a darle una enorme cabida al
relato sobre los dramas familiares de la gente común. Ernaux se subió a la ola,
y –quizás por una incapacidad para la creación o por una voluntad patológica de
exhibirse– escribió sobre su padre (La Place , 1983) y su
madre (Une femme, 1988), sobre el
ascenso social de ambos (La Honte , 1997), sobre
su paso por la escuela (Ce qu’ils disent
ou rien, 1977), sobre su aborto (L’Événement,
2000), sobre su matrimonio (La femme
gelée, 1981) y sus amoríos (Passion
simple, 1991), sobre sus vivencias ante el mal de Alzheimer (« Je ne suis pas sortie de ma nuit », 1997),
y hasta sobre su victoria contra el cáncer de seno (L’usage de la photo, 2005), siempre amparada y promocionada por la
editorial Gallimard.
Ernaux, desde hace cuarenta años,
juega el rol de mujer humillada. Si no fue la falta de riqueza o la genealogía
plebeya lo que la humilló, entonces habrá sido la medicina, el sistema educativo
o el patriarcado, pero Ernaux se las ha arreglado siempre para encontrar la
manera de continuar exprimiendo literariamente a la experiencia de la humillación
psicológica y social desde un punto de vista femenino. Ella se reconoce como
una tránsfuga social que ha abandonado el mundo de la carencia para convertirse
en opulenta (sus libros han sido generosamente comprados en el Hexágono), pero es
como que la infancia traumática que tuvo no le permitió disfrutar nunca del
éxito.
El otro autor que ha marcado a
Louis al que he referido es Didier Eribon. En
finir avec Eddy Bellegueule, de hecho, está dedicada a este sociólogo
estudioso de la obra de Michel Foucault y activo militante del elegebetismo
francés. Eribon, al igual que Ernaux, fue alguna vez un joven pobre, pero él no
canalizó su rencor a través de la denuncia de las injustas brechas entre ricos
y pobres, sino que prefirió convertirse en un defensor a ultranzas de los
homosexuales. La obra de Eribon, por tanto, alimenta un nicho pero poco
interesa para quien que no es parte de ese nicho. La excepción, tal vez, es su Retour à Reims (2009): un libro rarísimo
en el que un sociólogo emplea como método la introspección para analizar un único
caso personal, que no es otro más que el del propio autor.
Eribon escribió su biografía en
la que cuenta que, desde que dejó el hogar familiar durante su juventud hasta
que su padre murió durante su adultez, jamás había retornado a Reims. Al
reencontrarse con su familia después de tantos años, Eribon digiere esa
experiencia incómoda ubicando todas las historias biográficas que su madre y
sus hermanos les confieren en su relación con los conceptos sociológicos con
los cuales se gana la vida.
En Retour à Reims su autor confiesa que como su familia manifestaba
intolerancia ante la homosexualidad, él aprendió a despreciarlos por
considerarlos unos ignorantes que actuaban así por haber sido educados por la
clase dominante para que deviniesen unos conformistas. Tanto sus abuelos como
sus padres apoyaban al Partido Comunista Francés, pero luego se convirtieron en
adherentes al Front Nacional; sucedió cuando la izquierda abandonó su
militancia social para convertirse en predicadores de la Vulgata progresista que a
capa y espada defiende a los inmigrantes no occidentales, y que promueve a todas
las políticas que erosionan a la familia y exaltan a los individuos.
La propia Annie Ernaux, en un
artículo aparecido en Le Nouvel
Observateur, elogió a la curiosa obra de Eribon, pues descubrió que la
había escrito un compañero de armas (literarias). El sociólogo, en 2013,
publicó La société comme verdict para
intentar darle un poco más de robustez teórica a su anterior libro; en ese
texto se incluye un capítulo dedicado íntegramente a leer la obra de Ernaux y
devolverle sus elogios.
¿Qué pasaría si Annie Ernaux y Didier Eribon, dos ancianos
rebeldes, tuviesen un hijo? Creo que Édouard Louis responde a esa pregunta.
* Louis, Édouard. En finir avec Eddy Bellegueule. Seuil, París, 2014, 17 €
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