sábado, 27 de septiembre de 2014

La verdad sobre el caso Bellegueule

La primera novela de Édouard Louis se abre con una frase hiperbólica: “No tengo ningún recuerdo feliz de mi infancia”. Ese puñado de palabras condensa el resto del libro. La contundencia del inicio puede ser una falla o un acierto: será una falla si funciona como advertencia para el lector juicioso que abandonará el libro antes de sentarse a contemplar la tortura, pero será un acierto, en cambio, si el libro encuentra a un lector voyeur deseoso de espantarse y conmoverse con el sufrimiento íntimo de un jovencito provinciano.

El canto del cisne

En finir avec Eddy Bellegueule es un relato truculento sobre las penurias de un joven francés homosexual y pobre. El final es feliz, porque Eddy Bellegueule, el protagonista de la novela, al envejecer logra escapar de ese ambiente opresivo y humillante en el que estuvo inserto desde que nació. Pero antes de describir el momento de la redención, el narrador obliga al lector a rememorar las escenas dolorosas que componen la biografía del protagonista.  

La acción se desarrolla en un pueblo rurbano de Picardía, una región al norte de Francia. El imaginario popular francés ha convertido a esa zona en un mundo habitado por gente fatalmente rústica, y la ficción de Louis no pretende cuestionar ese estereotipo negativo sino profundizarlo. Así los hombres que aparecen en En finir avec Eddy Bellegueule son violentos, imbéciles, toscos, alcohólicos, racistas, obesos, supersticiosos, exhibicionistas, homófobos, antisemitas, islamófobos, y están destinados a terminar desempleados y a morir en manos del cáncer o de la cirrosis. Del mismo modo las mujeres son presentadas como sumisas y maltratadas, víctimas de esos embarazos adolescentes indeseados que terminan privándolas de una formación universitaria y que las obligan a permanecer atadas a maridos que las insultan, golpean y violan, incitándolas con ello a sumergirse en un alcoholismo silencioso y vergonzoso para escaparle a la realidad. Las casas en las que habitan estas personas brutalizadas son sucias, con puertas y ventanas rotas, con paredes llenas de moho y sin revoque, con calefacción provista por leña, y en las que no falta el apestoso olor a frituras, humedad y animales sucios. La cría de esta gente espantosa son sólo versiones jóvenes de ellos mismos, que nada hacen para alterar el paisaje en el que viven, como si llevasen en la sangre la condena de su raza (tal y como teorizaban los naturalistas del siglo XIX).   

Sin embargo entre medio del pantano surge una flor: Eddy Bellegueule. Y, como no podía ser de otro modo, nadie la aprecia. Entonces el pequeño Bellegueule sufrirá las burlas, las amenazas, las golpizas y, sobre todo, la incomprensión, pues el “homo picardus” promedio considera que el amor de un varón hacia otro varón no puede ser algo normal ni aceptable.

Bellegueule no está completamente solo en su pueblo (en un pasaje cuenta que va a una discoteca junto a unos amigos), pero se siente extraño, desconectado del tétrico mundo que lo rodea. Es incapaz de empatizar con aquellas personas con quienes comparte sus días, por lo que los percibe como caricaturas detestables, como si fuesen lapins crétins de carne y hueso –una de las pocas excepciones a esa mirada es la escena en la que un primo suyo sale de prisión y, con la experiencia de la humillación asimilada en carne propia, visita a su abuela. 

Al protagonista le explican que los hombres son fuertes y duros, que nunca se rinden, que no consumen medicamentos, que no hablan sobre sus sentimientos, y, sobre todo, que hacen todo lo posible para no ser afeminados. Entonces piensa que él, que es todo lo contrario a eso, está enfermo, supone que es una niña encerrada en el cuerpo de un niño, pues su voz aflautada y su facilidad para el llanto lo colocan en la vereda opuesta de la virilidad. A la tentación de suicidarse el protagonista la silencia gracias a que en la adolescencia encuentra que su escuela le ofrece el teatro como actividad curricular. Subirse a un escenario para fingir ser otro le permite descubrir cosas sobre si mismo que antes había ignorado. En el epílogo –como ya lo he señalado arruinándole el final a quienes no han leído el libro– Bellegueule encuentra la salvación dejando atrás su pasado para recomenzar su vida en París. El muchacho resultó ser como el cisne del cuento de Hans Christian Andersen al que todos lo percibían como un pato feo cuando en realidad se trataba de un ave majestuosa. 

El yo enmascarado

El libro de Louis se convirtió en un éxito de ventas en el Hexágono. Mucha gente corrió hacia las librerías tras enterarse de que había una novela que describía las desventuras de un homosexual en la Francia contemporánea, la cual cada día tiende a ser más tolerante con la comunidad de gays, lesbianas, bisexuales y transexuales.

Maliciosamente más de uno comparó a En finir avec Eddy Bellegueule con la película Les garçons et Guillaume, à table ! (2013), en la que el afeminado Guillaume Gallienne cuenta en tono cómico todo lo que sufrió creyendo que era homosexual hasta que se dio cuenta de que le gustaban las mujeres. La gran diferencia entre un relato y el otro, claro, es que mientras a uno lo protagoniza un hombre proveniente de una familia acomodada, el otro habla acerca de un muchacho proletario cuya familia sobrevivió gracias a la generosidad del Estado de Bienestar. Por ello la obra de Louis seduce más que la de Gallienne: despierta compasión.

De todos modos, debido a lo impactante de ciertas escenas (la más lograda por su realismo es acaso una en la que el narrador relata sus inicios en la sodomía con apenas 10 años), En finir avec Eddy Bellegueule levantó sospechas en los lectores sobre el autor de la obra, pues era más que obvia la similaridad que hay entre éste y el narrador y protagonista del relato. El libro, editado por la prestigiosa Seuil, fue lanzado como una novela. Bien podría haber sido presentado como un testimonio, una autobiografía o, en su defecto, como una autoficción –haciendo uso así de ese invento francés que les permite a muchos inventarse las vidas que no vivieron–, pero quizás los expertos en mercadotecnia o en publicidad (aunque más probablemente los abogados) de la editorial determinaron emplear el rótulo “novela”.     

No pasó demasiado tiempo hasta que Louis anunciase lo que todos esperaban oír: Eddy Bellegueule era él. De hecho ese fue su nombre legal, hasta que decidió cambiarlo, asqueado de tener que llevar ese nombre de pila tan juvenil que su padre tomó de la televisión junto a un patronímico tan peculiar (“Bellegueule”, en francés, equivale a “Apuesto” o “Hermoso”, aunque también podría traducirse como “Buengesto”). En finir avec Eddy Bellegueule, entonces, pasó a transformarse no sólo en un texto confesional, sino también en el testimonio de un hombre que ha exorcizado su pasado detallando la agonía del muchacho que supo ser.

Periodistas de Le Courrier Picard visitaron a la familia de Bellegueule (ahora Louis) en Hallencourt. Su madre Monique, sus hermanas Mélanie y Candice, y su hermano Andy estaban desconsolados. Ninguno podía creer que ese muchacho al que tanto amaban y del que estaban tan orgullosos hubiese escrito semejante panfleto en contra de ellos. El diario norteño constató que ni las hermanas Bellegueule parecían mujeres semianalfabetas ni la casa en la que moraban era un chiquero. Además los periodistas recogieron testimonios de otros familiares de Louis en los que aseguran que ellos no son homófobos ni racistas, y que les gustaría que el joven escritor se disculpe por ridiculizarlos.

Pero Eddy Bellegueule, aquella persona que podía llegar a tener la obligación de apaciguar las aguas, ya no existe. Al parecer se ha transmutado en Édouard Louis, como las orugas se transmutan en mariposas. Esa atmósfera social asfixiante en la que vivía, junto al yugo familiar que él entendía como tóxico, finalmente se ha esfumado, ahora el muchacho es libre: puede revolcarse con cuanto hombre desee sin estar ocultándolo como si estuviese cometiendo un delito. ¿Ese fue su triunfo?  

En Hallencourt a Louis le recomendaron que por lo pronto no visite el pueblo, ya que muy pocos allí están conformes con el modo en que fueron retratados en la exitosa novela. Es legítima entonces la interrogación sobre cómo puede uno estar en paz consigo mismo si se ha desarraigado voluntariamente hasta eliminar el propio nombre, y cuando mira hacia atrás lo hace con un violento resentimiento y un ardiente espíritu de revancha (es como un Thomas Bernhard que padece de histeria y vértigo anal). Édouard Louis me hace acordar a Divine, el travestido de Notre-Dame-des-Fleurs, la famosa novela de Jean Genet: joven homosexual criado en un ambiente rural, viaja a París, se transforma en mujer y –orgulloso de su osadía y con la convicción de que, tras haber sobrevivido a las impiadosas humillaciones, tiene ahora derecho a volar por encima del rebaño– asciende socialmente, sólo para entrar en decadencia después y morir pensando en su pueblo y en su familia a la que abandonó por decisión propia.

Las reglas del método sociológico

Louis, actualmente, es un estudiante avanzado de sociología, admirador de la obra de Pierre Bourdieu. Tanto es así que hace poco intentó polemizar contra el prestigioso intelectual Marcel Gauchet, luego de que anunciase que él no asistiría a ningún evento en el que también estuviese como invitado aquel que tildó al pensamiento de Bourdieu de ser un mecanicismo y determinismo sofisticado que de nada sirve para comprender el funcionamiento de una sociedad. Louis, quizás un elegebetista, demuestra de este modo su voluntad de cuestionar al campo intelectual y político de la Francia actual, pues parece que una novelita sobre un niño desafortunado alcanza y sobra para convertir a su autor en una figura de autoridad de la opinión pública.

De cualquier manera En finir avec Eddy Bellegueule es un texto que no le debe prácticamente nada al Bourdieu que tanto dice admirar Louis. Más allá de que aparecen conceptos como los de “burguesía”, “clases populares” y “dominación masculina”, la novela no puede ser leída como el análisis de una lógica social sin fracasar rotundamente en esa tarea.

La escritura de Louis es pálida, playa, fría, seca, como si aspirase al mayor grado posible de objetividad, aunque opta por escribir sobre la instantaneidad de las acciones antes que por elaborar descripciones minuciosas acerca de los escenarios; empero ese estilo no está al servicio de la sociología, sino del periodismo policial, pues concentra la atención del lector alrededor de un interés por lo espectacular (las mujeres golpeadas, los escolares hostigados por sus compañeros, el incesto, la precocidad sexual y el alcoholismo infantil son las delicias de la crónica roja cuando no tiene homicidios, robos o accidentes sobre los cuales reportar). El régimen de comprensión del “homo picardus” es permanentemente interrumpido e intoxicado por el sensacionalismo que busca escandalizar al lector que desconoce las miserias de las que son capaces los pobres.  

Louis sabe de la existencia de las estadísticas, pero le resulta más efectivo hacer generalizaciones, como en un párrafo en el que asegura que la mayor parte de los hombres de su pueblo natal son bebedores. Nada menos sociológico que eso.

Otra prueba de que Bourdieu es el gran ausente de En finir avec Eddy Bellegueule es el abuso que Louis hace de la “ilusión biográfica”, denunciada por el famoso sociólogo en un polémico artículo de 1986. Louis selecciona hechos biográficos y los entreteje entre si de manera tal que al final demuestran que el destino de este muchacho era superar las adversidades para volar así libre como el ave del paraíso que en realidad era. El texto progresa a través de instantes decisivos en donde las cosas se les van a aclarando cada vez más al protagonista. Bourdieu impugnaría un relato como ese por considerarlo grotescamente teleológico.

Lo cierto es que la literatura construye, crea sentido, permitiendo de ese modo determinar identidades. La sociología –según lo que el viejo Bourdieu sostenía– está motivada por exactamente lo contrario a eso: la voluntad de deconstruir, para demostrar que en última instancia toda identidad que parece natural y espontánea no es más que una construcción social.

Mamá y papá

Louis no tiene problemas para despreciar a sus progenitores. A su padre lo considera un hombre barbárico, que bebe la sangre de los cerdos que sacrifica o que liquida a golpes a un montón de gatitos sin sentir ni el más mínimo remordimiento por ello. A su madre, en cambio, la ve como a una cautiva que perdió toda esperanza de vivir una vida mejor: en un momento cuenta que ella sufre un aborto inesperado en un baño, y termina de rodillas cepillando los restos del feto del retrete como quien limpia con enojo el vómito de un ebrio.   

En la prosa de Louis se nota la influencia de dos autores que, creo, fueron más significativos para él que Bourdieu: me refiero a Annie Ernaux y a Didier Eribon, dos escritores que conocieron y veneraron al autor de La Distinction.

Ernaux –cuyo verdadero apellido es Duchesne– publicó Les armoires vides, su primera novela, en 1974. El texto reúne sus recuerdos de la infancia y la adolescencia en Normandía, en la época en que sus padres pasaron de ser obreros a pequeños comerciantes gracias a que la posguerra posibilitó el auge económico de la nación. Allí relata, básicamente, su relación con sus progenitores, ante quienes sentía vergüenza y desprecio por sus costumbres toscas y su falta de ilustración, pero a los que termina comprendiendo y apreciando una vez adulta. Esa historia está narrada por su alter ego y está escrita de un modo en que las frases floridas están deliberadamente ausentes: una prosa visual y descriptiva, que busca usar el mismo tono neutralista para hablar de las personas, los trenes o los supermercados, como si pretendiese que lo que a ella le sucedió le habría sucedido también al resto del mundo.

La década de 1970 fue la década en que los franceses le dieron el nombre de “autoficción” a las autobiografías fabuladas. Fabular la propia biografía es algo muy común, pero siempre se ha hecho con un sentido aventurero y heroico para agregarle más color a una vida empalidecida por la falta de acontecimientos interesantes; pues bien, en Francia, durante la década de 1970, lo que se empezó a fabular fue la propia intimidad, para alterar las escenas domésticas más comunes. En rigor no es que en ese periodo comenzó esta modalidad de fabulación (pues algo como eso ya venía sucediendo desde hacía mucho), sino que lo que más bien sucedió fue que el público lector y la crítica literaria empezaron a darle una enorme cabida al relato sobre los dramas familiares de la gente común. Ernaux se subió a la ola, y –quizás por una incapacidad para la creación o por una voluntad patológica de exhibirse– escribió sobre su padre (La Place, 1983) y su madre (Une femme, 1988), sobre el ascenso social de ambos (La Honte, 1997), sobre su paso por la escuela (Ce qu’ils disent ou rien, 1977), sobre su aborto (L’Événement, 2000), sobre su matrimonio (La femme gelée, 1981) y sus amoríos (Passion simple, 1991), sobre sus vivencias ante el mal de Alzheimer (« Je ne suis pas sortie de ma nuit », 1997), y hasta sobre su victoria contra el cáncer de seno (L’usage de la photo, 2005), siempre amparada y promocionada por la editorial Gallimard.

Ernaux, desde hace cuarenta años, juega el rol de mujer humillada. Si no fue la falta de riqueza o la genealogía plebeya lo que la humilló, entonces habrá sido la medicina, el sistema educativo o el patriarcado, pero Ernaux se las ha arreglado siempre para encontrar la manera de continuar exprimiendo literariamente a la experiencia de la humillación psicológica y social desde un punto de vista femenino. Ella se reconoce como una tránsfuga social que ha abandonado el mundo de la carencia para convertirse en opulenta (sus libros han sido generosamente comprados en el Hexágono), pero es como que la infancia traumática que tuvo no le permitió disfrutar nunca del éxito.

El otro autor que ha marcado a Louis al que he referido es Didier Eribon. En finir avec Eddy Bellegueule, de hecho, está dedicada a este sociólogo estudioso de la obra de Michel Foucault y activo militante del elegebetismo francés. Eribon, al igual que Ernaux, fue alguna vez un joven pobre, pero él no canalizó su rencor a través de la denuncia de las injustas brechas entre ricos y pobres, sino que prefirió convertirse en un defensor a ultranzas de los homosexuales. La obra de Eribon, por tanto, alimenta un nicho pero poco interesa para quien que no es parte de ese nicho. La excepción, tal vez, es su Retour à Reims (2009): un libro rarísimo en el que un sociólogo emplea como método la introspección para analizar un único caso personal, que no es otro más que el del propio autor.

Eribon escribió su biografía en la que cuenta que, desde que dejó el hogar familiar durante su juventud hasta que su padre murió durante su adultez, jamás había retornado a Reims. Al reencontrarse con su familia después de tantos años, Eribon digiere esa experiencia incómoda ubicando todas las historias biográficas que su madre y sus hermanos les confieren en su relación con los conceptos sociológicos con los cuales se gana la vida.

En Retour à Reims su autor confiesa que como su familia manifestaba intolerancia ante la homosexualidad, él aprendió a despreciarlos por considerarlos unos ignorantes que actuaban así por haber sido educados por la clase dominante para que deviniesen unos conformistas. Tanto sus abuelos como sus padres apoyaban al Partido Comunista Francés, pero luego se convirtieron en adherentes al Front Nacional; sucedió cuando la izquierda abandonó su militancia social para convertirse en predicadores de la Vulgata progresista que a capa y espada defiende a los inmigrantes no occidentales, y que promueve a todas las políticas que erosionan a la familia y exaltan a los individuos.

La propia Annie Ernaux, en un artículo aparecido en Le Nouvel Observateur, elogió a la curiosa obra de Eribon, pues descubrió que la había escrito un compañero de armas (literarias). El sociólogo, en 2013, publicó La société comme verdict para intentar darle un poco más de robustez teórica a su anterior libro; en ese texto se incluye un capítulo dedicado íntegramente a leer la obra de Ernaux y devolverle sus elogios.

¿Qué pasaría si Annie Ernaux y Didier Eribon, dos ancianos rebeldes, tuviesen un hijo? Creo que Édouard Louis responde a esa pregunta.

* Louis, Édouard. En finir avec Eddy Bellegueule. Seuil, París, 2014, 17 €

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