miércoles, 19 de noviembre de 2014

La costumbre de ser francés

Yves Viollier es lo que en Francia se dice un écrivain du terroir (y que en el mundo de habla hispana podría traducirse como “autor costumbrista”). El costumbrismo francés contemporáneo tiene en George Sand y en Jean Giono a sus dos precursores más notorios. En la década de 1970, cuando el Nouveau Roman gozaba aún de gran popularidad y la literatura francesa se sostenía sobre un sistema de celebridades literarias que fomentaban el egocentrismo, irrumpió la obra de Claude Michelet –quien era el hijo de Edmond Michelet, un político democristiano de gran influencia durante la IVº República. Gracias a la trilogía que constituye el ciclo Les gens de Saint Libéral, Michelet ganó mucha popularidad en el Hexágono, narrando historias que evocaban al mundo agrícola de la cuenca de Brive. Pronto otros autores optaron por imitarlo y se creó de esa manera la Escuela de Brive, un grupo de entusiastas que supieron no sólo contar historias inspiradas en la vida rural francesa, sino también vincular a esa literatura a diversas manifestaciones folklóricas como la gastronomía o la música, dando nacimiento así a una industria cultural centrada en la explotación de las identidades regionales.

A la Escuela de Brive (hoy reinventada como Nueva Escuela de Brive) pertenecieron Michel Peyramaure, Jean-Guy Soumy, Denis Tillinac y otros autores aficionados a la manifestación de la nostalgia por un mundo agrario-pastoril que, junto a sus valores tradicionalistas, se ve desplazado por la tecnociencia moderna y el consumismo capitalista.
 
Lo característico del costumbrismo es que si bien constituye una narrativa del tipo realista, éste no pretende más que reflejar a las sociedades humanas, dejando de lado el trabajo en torno al análisis de las causas que explicarían el motivo por el cual la gente se comporta de determinada manera ante ciertas situaciones. Por eso se acusa al costumbrismo de ser liviano y superficial: no le interesa averiguar por qué el mundo funciona como funciona, tan sólo se conforma con retratarlo con cierta fidelidad.

Viollier es muy hábil para escribir desde esas coordenadas. Su última novela, Les deux écoles, lo demuestra. El relato empieza en 1984, año en que el gobierno socialista de François Mitterrand impulsó y sancionó a la Ley Savary para reorganizar al sistema educativo del país. Dicha normativa fue muy resistida por los franceses, debido a que una de las ideas que proponía (que al final no prosperó) consistía en liquidar a las iniciativas educativas de carácter privado para integrarlas directamente al Estado. De esa manera el Estado impondría planes educativos uniformes, que, probablemente, erradicarían a la religión del ámbito escolar. Muchos cristianos franceses se organizaron alrededor del Mouvement de l’École Libre y salieron a las calles para resistir el cambio. Durante los meses que duró la discusión, la grieta social que separa a conservadores de progresistas se vio fuertemente profundizada (Michel Sardou aprovechó el conflicto para componer una famosa canción alusiva al tema).

Pues bien, Les deux écoles parte de ese episodio, pero se remonta cincuenta años hacia el pasado, época en que los protagonistas del relato, Chrysostome Lhermite –Totome– y Louis Malidin –Lili–, eran dos niños. 1984 los encuentra militando a uno a favor de la Ley Savary y a otro en contra, repitiendo de alguna manera aquella vieja guerra de clanes que hacia que amigos, vecinos y hasta familias chocaran entre sí por ser “blancos” o “rojos”. Sin embargo esa divergencia en su modo de entender al mundo no romperá la amistad de los dos hombres, sino que, por el contrario, los acercará aún más.

Algo comprensible en torno al corpus de la literatura costumbrista es que lo que resulta una cosa folklórica en un país, puede estar lejos de serlo en otro. Por ejemplo la disputa inagotable entre progresistas y conservadores es algo muy característico de los franceses desde hace un par de siglos, así como el “hombre superfluo” era algo muy característico de la Rusia de la segunda mitad del siglo XIX (es por ello que los rusos inventaron a Oneguin, a Oblomov, al Príncipe Myshkin y a muchos otros personajes similares que hoy son biotipos del hombre contemporáneo). Debido a esto, Viollier puede contar la historia que cuenta en Les deux écoles de un modo pintoresco, sin necesidad de explorar demasiado en las tensiones sociales que atraviesan a Francia.

La cabane à Satan (1982) es otra obra de Viollier que aborda exactamente el mismo tema que Les deux écoles, utilizando incluso a los mismos personajes (además de los niños, el alivio cómico en ambas novelas lo aportan el maestro Nouzille y el cura Cador, que son una especie de Peppone y Don Camillo con domicilio en la Vandea). Pero la experiencia vivencial adquirida en 30 años parece haber favorecido al autor, ya que la reescritura de la vieja historia tiene un tono diferente, más calmo, más sabio, más emotivo. El propio Viollier ha dicho que durante años estuvo acopiando anécdotas reales de laicos y católicos para volcarlas en Les deux écoles: mientras muchos en Francia apelan a cualquier figura pública medianamente conocida para ficcionalizar sus historias, Viollier se interesa por los anónimos, por aquella gente que nunca aparece en la primera página de los diarios pero cuya manera de vivir encarna las tensiones de su generación, y cuya voz –salvo en ocasiones especiales como esta– suele perderse en la inmensidad del tiempo.

* Viollier, Yves. Les deux écoles. Éditions Robert Laffont, París, 2014, 19 €

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