Federico II el Grande fue la
primera gran celebridad militar moderna. El rey prusiano una vez confesó que en
1740 llevó a sus ejércitos a la guerra contra Austria (en lo que se conocería
como la “Primera Guerra de Silesia”) porque necesitaba construir poder. Es
decir el monarca deseaba que su país controlase el mundo, por lo que estudió el
escenario de su época, fabricó una excusa para justificar las hostilidades y se
lanzó a matar para conseguir su objetivo. También podría haber obtenido el
mismo resultado recurriendo a la diplomacia en lugar de a la fuerza, pero la
elección de esa vía lo hubiese privado de la reputación de guerrero invencible
que buscaba construir, por lo que por ello terminó mandando a miles de hombres a
arriesgar su vida al campo de batalla.
Normalmente las guerras
–episodios de muerte y destrucción– tienen causas como la enunciada por
Federico II. Pero en la memoria de la humanidad son presentadas como fatalidades
que el Espíritu del Mundo produce para imponer la libertad, la justicia o
cualquier otra cosa similar. Por eso estudiar y criticar las causas de la Primera Guerra Mundial como ha
hecho Philippe Conrad y demostrar que la primera gran tragedia europea del
siglo XX pudo ser evitada resulta, en definitiva, un ejercicio intelectual poco
frecuente, y por ello mismo admirable.
Explicar la Gran Guerra
Cuando la Primera Guerra Mundial concluyó
en 1918, los vencedores acusaron a los vencidos de haberla ocasionado. Así por
ejemplo el Tratado de Versalles, en su famoso artículo 231, estipula que Alemania
fue culpable de agredir militarmente a Francia y de haber desatado con ello un
conflicto que duró cuatro largos años. A los alemanes ese tipo de acusaciones
les desagradaron completamente, por lo que sus autoridades trabajaron para
borrar su responsabilidad en torno al despliegue de la fuerza: es sabido que
Bernhard von Bülow suprimió numerosos documentos oficiales del Estado alemán
que podían llegar a ser interpretados como pruebas de que su país había
inventado la guerra; el Káiser Guillermo II, a su vez, completó el proceso
exculpatorio alemán señalando en sus memorias que los que pusieron a los
europeos a enfrentarse entre si habían sido los judíos y los masones.
El revisionismo histórico
sobre las causas de la Gran Guerra
lo iniciaron los norteamericanos en la década de 1920, puesto que intelectuales
eminentes como Sidney Bradshaw Fay y Harry Elmer Barnes publicaron obras
influyentes en las que sostenían que era una injusticia acusar a Alemania de
haber comenzado con las agresiones en 1914. El detalle que no debe olvidarse es
que ambos historiadores contaron con apoyo explícito del gobierno alemán para
llevar a cabo sus investigaciones.
Vladimir Lenin también opinó
sobre la Primera Guerra
Mundial: según él, el choque bélico entre los europeos se produjo como una
consecuencia natural del sistema capitalista, el cual busca expandirse
infinitamente y genera tensión a partir de ello. Por ende para los comunistas
todos fueron igual de culpables de haber ocasionado la guerra.
El libro Griff nach der Weltmacht (1961) del historiador Fritz Fischer fue
controversial: buceando en los archivos alemanes –llegando a revisar incluso
muchos de los documentos que se hallaban escondidos o clasificados como
secretos–, este historiador descubrió que en los años previos al inicio de la
Gran Guerra los diplomáticos y políticos
alemanes ya habían elaborado planes para atacar a sus vecinos e imponer su
poderío a través de la acción bélica. La obra de Fischer fue muy popular pero
contó con grandes detractores, como es el caso de Gerhard Ritter, quien criticó
duramente la falta de honestidad intelectual que se percibía en el historiador
estrella al momento de interpretar los textos que había leído con extremo
cuidado.
Posteriormente surgieron
muchas otras teorías: Andreas Hillgruber sugiere que los alemanes fomentaron el
conflicto armado en el área de los Balcanes para debilitar a la Triple Entente y
luego éste, por diversos factores, se desarrolló de un modo en que no pudieron
controlarlo, arrastrando a las potencias a la guerra; A. J. P. Taylor sostiene
que la carrera armamentística y el desarrollo industrial acelerado de Europa
puso a los países beligerantes en una situación de tensión entre ellos, que
culminó con el choque abierto cuando la intención original era sólo la de hacer
demostraciones de fuerza para, justamente, evitar la guerra (es una tesis muy
similar a la que alguna vez defendiese Lloyd George, Primer Ministro del Reino
Unido entre 1916 y 1922); Arno Mayer asegura que la movilización de los
ejércitos se produjo para evitar que el conflicto social en los países de
Europa desencadenase una serie de revoluciones domésticas peores que las de
1848. En la actualidad hay historiadores que apuntan en dirección a los
británicos y a los austrohúngaros para señalar a los verdaderos culpables,
cuando el relato oficial presentó siempre a la Primera Guerra Mundial como un
conflicto ideado y conducido fundamentalmente por Alemania y Francia.
Lo que hay detrás de todas estas explicaciones es una idea: la guerra del 14 habría estallado debidó a que las potencias de Europa habían entrado a un espiral de desarrollo que exigía una confrontación bélica para frenar o engrandecer a Alemania.
El accidente trágico del verano de 1914
En el Hexágono han sido los
historiadores Pierre Renouvin, Jean-Baptiste Duroselle y Jean-Jacques Becker
los que más han hecho por presentar a la Primera Guerra Mundial como un
conflicto que estalló porque parecía ser algo que inevitablemente sucedería
dada la situación particular de cada país beligerante. En la mirada de estos
hombres, la guerra nació varios décadas antes de 1914 y fue madurando poco a
poco hasta finalmente explotar con toda su furia.
Philippe Conrad, por el
contrario, cree que ofrecer una explicación determinista sobre esta catástrofe
europea es faltar a la verdad. El novelista Nicolas Saudray publicó este año Ces guerres qui ne devaient pas eclater :
1870, 1914, 1939, un ensayo que detalla una serie de episodios que, debido
a haber estado protagonizados por personajes chauvinistas, prepotentes o
incapaces, sirvieron para empujar a millones de personas a los campos de batalla.
Las guerras del periodo 1870-1939 serían el producto de algo así como la
condena de haber tenido que vivir bajo el poder de pequeños espíritus europeos.
Conrad, en 1914, la guerre n’aura pas
lieu, hace algo similar a lo que hizo Saudray en su libro, sólo que con
mucha más rigurosidad metodológica y con un nivel más alto de objetividad
epistemológica.
Antes de hablar de 1914,
Conrad analiza los quince años previos. Le interesa sobre todo destacar que el
periodo estuvo plagado de conflictos que, si bien afectaron a las relaciones
internacionales en Europa, ninguno de ellos fue resuelto provocando un choque
de gran envergadura. Es que el contexto global requería del fortalecimiento de
la paz. ¿Entonces por qué Europa se suicida generando una guerra de treinta
años? Según Conrad ello habría ocurrido por una serie de situaciones azarosas
que fueron mal receptadas y resueltas de un modo aún mucho peor.
El propio asesinato del
Archiduque Francisco Fernando, es decir la chispa que inició el incendio, fue un
producto de la fortuna. Esa fatídica tarde, el heredero del trono austrohúngaro
pudo haber salido vivo de Sarajevo si no hubiese tomado él mismo un par de
decisiones que lo sirvieron en bandeja a la
Mano Negra.
1914, la guerre n’aura pas lieu enlista a las explicaciones más populares en la
historiografía gala sobre las causas de la Primera Guerra Mundial: el
antagonismo franco-alemán por la cuestión de Alsacia y Lorena, las rivalidades
imperiales que generaban tensión a raíz de la expansión colonial, el impacto de
la carrera armamentística, la competencia económica entre potencias en un mundo
que día a día se globalizaba cada vez más, y la especulación en torno a la
situación de los Balcanes. A cada una de esas causas el autor las contesta
demostrando que, en la época, hubo muchos dirigentes que plantearon
resoluciones alternativas a esos conflictos, ninguna de las cuales implicaba
levantar en armas a las naciones. El sistema diplomático vigente en Europa
hacia todo lo posible para descartar a las balas y a las bombas como elementos
de acción política, lo cual sirve para alimentar a la hipótesis de que la
catástrofe de 1914 nació de las reacciones mal calculadas de un evento tan
violento como casual.
La propuesta de Conrad es,
entonces, la de interpretar a la Gran Guerra
como algo que ocurrió no por fatalismo sino porque la voluntad de muchos
coincidió en que se podía forzar a la gente a disputar una guerra defensiva
que, debido al grado de sacrificio que requería, contaría finalmente con una
fuerte adhesión para poner fin al conflicto. Nadie imaginó que costaría tantas
vidas y que causaría tanta destrucción.
* Conrad, Philippe. 1914, la guerre n’aura pas lieu. Genèse Édition,
París/Bruselas, 2014, 22,50 €
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