El Marqués de Sade falleció en
1814. Louis-Sébastien Mercier también murió durante ese año. Ambos fueron hijos
de las Luces, pero mientras el primero padeció en vida del encierro y la
reclusión, el segundo fue un hombre muy popular de la época en la que le tocó vivir.
Mercier, que era un apóstol del
Progreso, escribió L’an 2440, rêve s’il
en fut jamais, una novela utópica antaño muy leída, la cual versaba
sobre el futuro. En su texto Mercier no habla de asombrosas naves
voladoras ni fabulosos dispositivos de comunicación, sino que se interesa
fundamentalmente en imaginar el futuro moral de la humanidad. Postula así la
consolidación de una república sentimental, donde la pureza del corazón derrota
a los curas y a las prostitutas que predican el defecto o el exceso de
carnalidad sexual.
Hoy, dos siglos después de la desaparición
física de Mercier, su utopía sigue estando muy alejada de la realidad, en tanto
que los delirios y las blasfemias de Sade no han cesado de convertirse en
eventos cotidianos. Por ello no es extraño que la sociedad francesa, hundida en
su declive, elija olvidar a Mercier y homenajear a Sade en su lugar. El culto
al “divino” Marqués, promovido con toda la pompa posible y el presupuesto del tesoro público, es síntoma de la
obscuridad del presente de Francia.
La fierecilla domada
Sin haber sido un filósofo ni un
teólogo, Sade defendió decentemente al materialismo y al ateísmo. Su
pensamiento resultaba subversivo para la época, pero lo que más problemas le
trajo fue su afición a la escritura de novelas libertinas. Cuando Sade cobró
fama por su literatura (al Marqués se lo conoció primero en el Hexágono y fuera
de él por los escándalos que había protagonizado en su vida privada) estaba
consolidada una tradición dieciochesca del género, la cual contaba con tres
grandes hitos: Histoire du chevalier Des
Grieux et de Manon Lescaut (1731) del abate Prévost, Les égarements du cœur et de l’esprit (1736) de Claude-Prosper
Jolyot de Crébillon y Les liaisons
dangereuses (1782) de Pierre Choderlos de Laclos. Sade vino a engrosar ese
tesoro, pero escribió de un modo tan pornográfico que las autoridades civiles
terminaron prohibiéndolo. A la censura se la retirarían recién en 1957, pero para
esa fecha la lista de quienes lo habían leído era gigantesca, como si la
interdicción jamás hubiese sido relevante.
![]() |
Escultura dedicada a Sade en Lacoste |
Treinta años después del deceso
de Sade, Charles-Augustin Sainte-Beuve notó que los libros del Marqués
resultaban muy consumidos por los escritores de su generación. A partir de los
años del Segundo Imperio las reediciones clandestinas de los títulos sadeanos
se volvieron un fenómeno habitual. Gustave Flaubert supo fascinarse con Sade, a
quien lo leía como si fuese “la última palabra del catolicismo”. Joris-Karl
Huysmans, otro lector entusiasta de la obra sadeana, también abordó al Marqués
en su relación con la cultura católica. Lo que les interesaba a ambos autores no
era tanto la prosa sadeana sino la osadía que representaba su obra. Es decir la
ilustración francesa representó un cambio de valores en las élites del país
(tal como lo atestiguan las reflexiones de Voltaire y las ficciones de Madame
de La Fayette ),
por lo que Sade no fue más que un fiel y sincero exponente de esa realidad; de
allí que leerlo es enfrentarse a los esplendores y miserias de la ilustración
llevada hasta su extremo.
Apollinaire fue el que más hizo en
los años previos a la Primera Guerra
Mundial para presentar a Sade como algo más que un obscuro pornógrafo: el autor
de Les onze mille verges pretendía
vender al Marqués como ejemplo ilustre de un “espíritu libre”, convocando a los
lectores a que vean allende de las perversidades sexuales con el propósito de descubrir a una
reflexión moral y política valiosísima para construir el siglo que se
avecinaba.
Después de 1918 los surrealistas
lo adoptaron como su precursor. Sade se convirtió así en sinónimo de anarquismo
creador e ímpetu revolucionario. Man Ray lo imaginó como la perfecta síntesis
entre el hombre clásico capaz de lo sublime y el poderoso genio iluminista
habilitado para atormentar a las almas piadosas, o sea como el hombre que daba
testimonio del fin cultural del Antiguo Régimen y, al mismo tiempo,
escandalizaba a ese sector de la burguesía que se negaba a proseguir con la Revolución hasta sus
últimas consecuencias.
Una vez concluida la Segunda Guerra Mundial
circulaba la idea de que la obra destructiva de los nazis podía ser calificada
de “sádica”. Para salvar al Marqués de ese destino de oprobio, plumas salvajes
como la de Maurice Blanchot (Lautréamont et Sade, 1949), Georges Bataille (La Littérature et le Mal, 1957) y Pierre Klossowski (Sade mon prochain, 1947) se ocuparon
de su figura, convirtiéndolo en una especie de héroe contra-moderno. Poco
después Michel Foucault desde la filosofía, Jacques Lacan desde la psicología,
Roland Barthes desde la crítica literaria, y Philippe Sollers desde la
literatura, lograron que Sade, como en la época de Sainte-Beuve, fuese leído
por todos los miembros de su generación; la novedad era que ahora no hacía
falta ser discretos para disfrutar de los textos de Sade, ya que sus libros no
sólo se habían convertido en obras de fácil acceso, sino que además pasaron a
integrar el listado de lecturas obligatorias del 68.
Finalmente en 1990 la prestigiosa
editorial Gallimard publicó una edición crítica de las obras completas del
Marqués de Sade como parte de la consagratoria colección conocida como “Bibliothèque
de la Pléiade ”,
el listón a través del cual los libros clásicos se eternizan como el aporte del
patrimonio literario francés para la humanidad.
El enfermo imaginario
Cuando en 1957 se desarrolló el
juicio contra Jean-Jacques Pauvert por publicar los textos de Sade, muchos
intelectuales salieron en defensa del editor. Entre ellos estaban André Breton
y Maurice Heine, dos cultores del surrealismo y apasionados lectores de Sade. Tanto
Breton como Heine arguyeron que publicar las obras del Marqués no era un acto moral
o inmoral, sino científico, puesto que esos textos “malditos” guardaban un gran
atractivo para todos aquellos interesados en explorar las posibilidades e
imposibilidades de la mente humana en relación a cuestiones como la crueldad y
el deseo. Breton y Heine hablaban como hombres de letras, pero también como
antiguos estudiantes de medicina que conservaban cierta comprensión profunda de
las ciencias, especialmente de la psiquiatría.
Es interesante destacar que desde
que el psiquiatra austrohúngaro Richard von Krafft-Ebing publicara su célebre Psychopathia sexualis en 1886 a Sade se lo haya
considerado un sinónimo de “sadismo”, o, más bien, un antónimo de “masoquismo”.
Gracias a él (y, claro, a la cultura letrada de la primera mitad del siglo XX
que difundió el término) hoy en día cualquiera en Occidente es capaz de asociar
a la figura de Sade con el perverso placer de causarle o infligirle daños a
otro. Antes de Krafft-Ebing, en Francia la palabra “sadismo” remitía a las
aberraciones más miserables de las que era capaz el espíritu humano, lo que
incluía, claro, no sólo a las perversiones sexuales, sino también a todo tipo
de manifestación de violencia antisocial y contranatural (a ningún francés del
siglo XIX le sonaría raro, por ejemplo, que se le aplique el adjetivo de
“sádico” a un parricida o a un infanticida).
Cuando Jacobus X –seudónimo del
médico Louis Jarolliot– escribió Le
Marquis de Sade devant la science médicale et la littérature moderne (1901)
su objetivo era el de filosofar acerca de las implicaciones morales del sadismo
y hablar abiertamente de la obra literaria de Sade, antes que intentar proponer
una explicación científica sobre el asunto. Dicho de otro modo como la difusión
de los textos del Marqués aún seguía prohibida en el alba del siglo XX, entonces
la única manera de acercar la obra sadeana a los lectores interesados era
disfrazándola en la envoltura de un estudio científico.
Quien contribuyó para convertir a
Sade en algo diferente a la curiosidad médica a la que lo había reducido Krafft-Ebing
fue el dermatólogo alemán Iwan Bloch, un autor que, junto a Magnus Hirschfeld y
Albert Eulenburg, fue uno de los inventores de la sexología contemporánea. Bloch
publicó textos en Alemania sobre Sade y Restif de La Bretonne , intentando
demostrar que estos libertinos dieciochescos no eran víctimas de ninguna
patología sexual sino que, antes bien, resultaban ser valientes investigadores sobre la sexualidad
humana. Este enfoque resultó ser muy poderoso para todo aquel que quisiera
interpretar a Sade no como un peligro para la sociedad sino como una fuente de
transformación de la misma. Así André Javelier, un médico parisino, escribió Le Marquis de Sade et les « 120
Journées de Sodome » devant la psychiatrie et la médecine légale
en 1937 para hacer lo que Jacobus X había hecho seis lustros atrás, pero con un
tono elogioso que fuera atrayente para los jóvenes literatos y filósofos que
quisiesen conocer la obra de Sade.
De delincuente sexual a héroe
textual
Poco después de que Bataille y
Klossowski defendieran a Sade, pero poco antes de que hicieran lo mismo
Foucault y Lacan, Simone de Beauvoir escribió su famoso ensayo “Faut il brûler
Sade?”, publicado en los números 74 y 75 de Les Temps Modernes. En ese texto de 1951 la autora sostiene que lo del Marqués es admirable
por su compromiso con la libertad, pero que, pese a ello, él yerra el camino al
malinterpretar lo que el poder significa y confundir el sentido de lo erótico. Para
los existencialistas Sade habría optado por el espectáculo antes que por la
vivencia auténtica; debido a ello, este autor habría terminado construyendo un
monumento literario monstruoso que debe ser preservado para la posteridad como
un alucinante caso psicopatológico.
Roland Barthes fue el intelectual
que encontró una manera ingeniosa para leer a Sade y no quedar atrapado en el
dilema moral de mostrarse entusiasmado con la obra de un personaje con su
reputación. En su Sade, Fourier, Loyola (1971) se lee: “le seul univers sadien […] est l’univers du discours”. De esa
manera ya no era necesario ser un médico o hacerse pasar por médico para
discutir la obra sadeana, sólo bastaba transformar la violencia visceral que el
Marqués emanaba en un montón de palabras, en un puñado de signos, en letras
arrojadas sobre el papel. Desde esta perspectiva (que fue la perspectiva que se
impuso y que sigue vigente al día de hoy) se comprende que autores como Simone
de Beauvoir habrían fracasado a la hora de leer a Sade por fallar al momento de
distinguir la diferencia entre el cuerpo flagelado por un látigo y el lenguaje
torturado por la pluma.
Al separar lenguaje y mundo, la
literatura se convierte en un santuario textual, el cual resulta libre de toda
obligación ética. El propio Barthes abandonaría paulatinamente esta idea con el
correr de los años, pero no lo hicieron así sus discípulos y epígonos: la
forma, de esa manera, terminó imponiéndose por sobre el contenido. Como el
Autor ha muerto, lo que importa en Sade son sus textos, no su vida. Quizás ya
no se pueda leer en la obra del Marqués a un científico precursor de la
sexología como se hacía a principios del siglo XX, pero si se puede pretender
leer científicamente a los textos que fuesen alguna vez prohibidos por obscenos
e indecentes.
Y si el ejercicio de lectura no
es científico, entonces se descubrirá que el horror sadeano, abierto al gran
público, es fundamentalmente irrealista. Vale decir cuando se ha decidido no
tomarse en serio a Sade, entonces se podrá apreciar a un personaje que gravita
entre lo caricaturesco y lo bizarro. Porque los textos sadeanos no son como Fifty Shades of Grey y obras similares
en las que se plantea la posibilidad de incorporar una sexualidad extrema en
una vida ordinaria, sino que en Sade más bien hay una atmósfera de pesadilla en
donde nadie parece ser ajeno a la exterminación apocalíptica.
![]() |
Escena de Salò o le 120 giornate di Sodoma |
De allí que la historia cinematográfica vinculada al Marqués sea un vasto catálogo de películas experimentales, a saber: Hurlements en faveur de Sade (1952) de Guy Debord en la que se escuchan a unas voces discutir mientras la pantalla está en blanco, Marat/Sade (1967) de Peter Brook y Peter Weiss que es una obra de teatro usurpando el celuloide, la psicodélica De Sade (1969) que está construida sobre la destrucción de un guión de Richard Matheson, la pornográfica Monsieur Sade (1977) de Jacques Robin, o Marquis (1989) de Roland Topor, en la que los actores aparecen usando máscaras de animales. Incluso Markisinnan de Sade (1992) de Ingmar Bergman –basada en una obra de Yukio Mishima– tampoco resulta ser una película del todo convencional debido al abuso de los diálogos.
El proceso de normalización de
Sade iniciado en la década de 1960 y desarrollado a partir de la apelación a lo
filológico (antes que a lo filosófico) fue lento pero continuo. Cuando en 1989
Elisabeth Badinter y Bernard Pivot leyeron fuertes pasajes de los textos
sadeanos en Apostrophes (un
legendario programa de literatura que se transmitía en la televisión pública)
nadie elevó formalmente una queja. ¿Cómo objetar la presencia de algo que se
había convertido en una manifestación de la identidad cultural francesa?
Las películas Quills y Sade (ambas de 2000, y protagonizadas, respectivamente, por
Geoffrey Rush y Daniel Auteuil) nos muestran a un Sade aprisionado que ha
dejado de ser un monstruo degenerado para convertirse en un hombre
incomprendido, víctima de una época poco dispuesta a tolerar a un hombre en el
fondo inofensivo como él.
Una hoguera para el Marqués
En el bicentenario de la muerte
de Sade se organizaron en Francia no una sino dos exposiciones para
conmemorarlo. La primera de ellas usa el Museo de Orsay como escenario, se
titula “Sade: attaquer le soleil” y está dirigida por la académica Annie Le
Brun. La propuesta de la muestra es algo así como la de mostrar que en los
últimos doscientos años Sade ha ejercido una influencia invisible sobre los
artistas más audaces. De repente, gracias a la exposición, nos enteramos que el
Marqués habría prefigurado a Goya, Géricault, Ingres, Degas, Cézanne, Rodin,
Bacon y muchos otros. Así, por ejemplo, el Museo de Orsay nos invita a imaginar
que “Las señoritas de Avignon” de Picasso –obra en la que es patente el respeto
sacro a lo femenino– estaría motivada por algún pasaje de Sade, el mismo sujeto
que fue acusado de flagelar mujeres para su diversión. Las conocidas
ilustraciones que han acompañado a muchos de los textos sadeanos, curiosa o no
tan curiosamente, están casi ausentes en la exhibición.
La otra exposición aludida es más
modesta y adecuada. Tiene como sede al Museo de Cartas y Manuscritos de París y
se llama “Sade, Marquis de l’Ombre, Prince des Lumières”. Hay manuscritos
originales de Sade, junto a cartas, libros, retratos y otros objetos históricos
que celebran la evolución de la literatura libertina desde el siglo XVI hasta
el XX (hay recuerdos de Casanova, Baudelaire, Vian y muchos otros). La estrella
de la muestra es el manuscrito de Les 120
Journées de Sodome, una pieza elaborada durante 1785 en la desaparecida
prisión de la Bastilla
y cuyo valor actual ronda los doce millones de euros.
Estos eventos conmemorativos son
testimonio suficiente de que la frivolidad de nuestro siglo ha convertido a un
antiguo proscrito en una estatua decorativa del presente.
Sin embargo hay gente en la Francia actual que, en
contra de la política oficial, no está dispuesta a venerar a Sade por
considerarlo indigno de formar parte del Panteón de las Inmortales Glorias
francesas. Uno de ellos es el polemista Michel Onfray, quien publicó La passion de la méchanceté, una obra
que forma parte de su “contra-historia de la literatura” con la que pretende
proponer lecturas que demuelan los cánones editoriales y académicos que
actualmente ordenan el sistema literario francés (antes de encarar este
proyecto, Onfray intentó elaborar una “contra-historia de la filosofía”
mediante la cual buscó minimizar a algunos autores muy reconocidos y colocar
en su lugar a una serie de personajes cuyas obras han logrado poco impacto
entre el público lector).
Onfray es un hombre que se jacta
de ser de izquierda, pero de una izquierda no-marxista. Es por ello que el
reproche que le hace a Sade está directamente vinculado a su ideología
totalitaria: el Marqués, un aristócrata decadente que pasó la mayor parte de su
vida encerrado o huyendo, habría sido un secuestrador, un torturador, un
asesino y un profanador, que, contrario a lo que se viene diciendo desde hace
décadas, nada tuvo de libertario, libertador ni revolucionario.
La passion de la méchanceté se despliega en torno a la idea de que
Sade era un criminal reincidente que escandalizó a los burgueses no gracias a
sus escritos sino por culpa de sus actos, muchos de ellos verdaderas
bestialidades. Onfray sostiene que si el Marqués estuvo recluido fue porque era
un peligro real para la gente de su época y no uno meramente simbólico.
De esta manera lo que hace Onfray
es descartar todo el trabajo teórico realizado en torno a Sade en el último
siglo, con la intención de reflotar las opiniones de Krafft-Ebing sobre el
Marqués. Ilse Koch, la infame “Zorra de Buchenwald”, sería desde esta
perspectiva el mejor ejemplo de heroína sadeana en la vida real, no sólo por su
promiscuidad legendaria sino también por su supuesto gusto de fabricar objetos
con la piel de sus víctimas en el campo de concentración.
Pier Paolo Pasolini, al filmar Salò o le 120 giornate di Sodoma en 1975, hizo una objeción similar a la que Onfray le hace hoy a Sade. Al compatibilizar
fascismo con sadismo de una manera lírica y poderosa, el cineasta italiano dejaba
en evidencia una relación entre literatura y política que la intelligentzia parisina se negaba a
admitir que existiese. Pasolini quiso sacar a la izquierda de la alucinación
colectiva en la que vivía en torno al famoso Marqués libertino, pero su gesto no
fue muy apreciado en aquella época (como tampoco lo es ahora).
Onfray va un poco más profundo
que Pasolini en su denuncia contra Sade, por lo que por momentos comete ciertas
arbitrariedades (por ejemplo es sabido que Sade se opuso a la pena de muerte –como
se lee claramente en su obra La philosophie
dans le boudoir–, sin embargo para el autor de La passion de la méchanceté ello no sería cierto, debido a que el
regocijó expresado por el Marqués ante la muerte de Luís XVI probaría su
aprobación del homicidio ordenado por el Estado). En la pintura que hace del
Marqués, Onfray lo presenta como un monstruoso violador, pedófilo, dominador,
ultraviolento, feudalista, misógino y enemigo de la misma República que hoy lo
venera. Quienes lo juzgan como un sádico no yerran, pero quienes ven en él a un
revolucionario y a un iluminista –según Onfray– están equivocadísimos: el
Marqués no habría sido más que un delincuente común, que no sólo describió sus
fantasías abyectas sino que también las experimentó en carne propia.
Una de las fuentes de La passion de la méchanceté serían los
textos que Jean-Jacques Brochier escribió sobre Sade comparándolo con Max
Stirner: según esa lectura los dos autores habrían sido egoístas impiadosos y
miserables, ajenos a todo espíritu ligeramente relacionado al universo
conceptual de la izquierda política.
En la vereda ideológica opuesta a
la de Onfray, está el psiquiatra Quentin Debray, hijo del célebre Pierre
Debray-Ritzen (y primo de Régis Debray, el amigo francés de Ernesto “Che” Guevara).
Debray, además de sus obras psiquiátricas escritas bajo un enfoque
cognitivista, ha elaborado unas ocho novelas interesantísimas. La última de
ellas, L’enfant Sade, fue publicada
en 2013.
El libro plantea algo que muchos
han sospechado: Sade fue un niño abusado, lo que lo hizo crecer como un hombre
perturbado, que terminó convertido en un sujeto perverso. La obra coloca al
niño Donatien en el centro de la escena, y sigue su evolución desde los cuatro
hasta los catorce años (los años cruciales para un ser humano según las muchas teorías sobre las
etapas del desarrollo psicológico).
Para Debray el pequeño no habría
sido muy distinto a cualquier otro niño: inocente, tierno y curioso. Sin
embargo la novela plantea que las malas influencias que lo rodearon lo habrían
hecho evolucionar de un modo penoso. La violación padecida, la iniciación
sexual en una violenta orgía, y las lecciones inmorales de los adultos irresponsables, incluyendo claro a su tío Jacques (el mismo que fuese buen amigo de Voltaire y difusor de la hipótesis de que la Laura de Petrarca era una antepasado de los Sade), habrían confiscado la infancia de Donatien, convirtiéndolo
poco a poco en un ser vicioso y desvergonzado, en el monstruo libertino que
todo el mudo conocería después.
Sade fue un hombre de su época,
pero también una invención de si mismo. Su obra y su vida fueron testimonio de
que el deseo sexual desenfrenado convierte al ser humano en una máquina
destructiva. Leerlo es asumir un desafío filosófico, político o artístico
que enfrenta al individuo con los límites de la existencia, pero celebrarlo, en
definitiva, es celebrar la perversión y la subversión de la cultura occidental.
0 comentarios:
Publicar un comentario