domingo, 16 de noviembre de 2014

Historia de una mujer que parecía conforme

Es uno de los últimos días de abril de 2011. Un matrimonio de sexagenarios mira televisión en la sala de estar de su hogar. Cuando el reloj marca las 23.30, el hombre decide irse a la cama, en tanto que la mujer le avisa que subirá más tarde. Pasan cuatro horas y el hombre despierta. Un tanto sorprendido, nota que su esposa no está en la cama. Las sábanas de su mitad ni siquiera han sido desacomodadas, signo de que en ningún momento durante esa noche se acostó junto a él. Entonces el hombre se levanta y sale a buscar a su mujer. 

Tras recorrer la casa, le llama la atención que ella no esté. Piensa en que pudo haber salido, pero eso sería extraño. Entonces decide registrar el vasto patio de la residencia. Tras prender las luces observa la piscina. Ve que hay algo sobre el agua y, en ese instante, teme lo peor: su mujer está muerta. Luego lo confirmará: Marie-France Pisier había fallecido.  

Los Pisier

Georges Pisier fue un escritor y funcionario colonial francés. Centinela del orden galo en Asia y Oceanía en las décadas de 1940 y 1950, durante esos años fuera del Hexágono produjo una obra histórica y etnográfica de gran valor para comprender a la especie humana. Pisier estaba casado con Paula Caucanas. Entre los dos tuvieron tres hijos: dos mujeres y un varón. El varón, Gilles, decidió dedicarse a las matemáticas y llegó a ser un profesor e investigador universitario muy respetado en su ámbito. Las mujeres, en cambio, siguieron otra ruta. 

La más grande de ellas, Évelyne, adoptó una postura feminista para enfrentar la vida y se volcó a la política: en ese campo se destacó, especialmente, en materia de teoría (Évelyne Pisier fue docente universitaria durante muchos años), y hasta llegó a practicar ese indigno arte, pues trabajó como funcionaria de bajo rango durante algunos de los periodos de gobierno del Partido Socialista en la Vº República. 

La vida de Marie-France Pisier fue distinta a la de sus hermanos. Aficionada a la actuación desde joven, a Marie-France le llegó su gran oportunidad de la mano del director cinematográfico François Truffaut, quien la convocó para interpretar a Colette (el amor juvenil de Antoine Doinel, el alter-ego ficcional del propio Truffaut) en L’amour à 20 ans. Era 1961. En los años ulteriores Marie-France desarrollaría una extensa carrera como actriz, trabajando tanto en cine, como en televisión y teatro. Además de Truffaut, fueron Robert Hossein y André Téchiné quienes más explotaron sus dotes histriónicas. También Alain Robbe-Grillet, Edgardo Cozarinsky y Luís Buñuel supieron colaborar para convertir a Marie-France Pisier en una suerte de celebridad del cine francés. 

En la trinchera

Marie-France Pisier era una mujer muy elegante. Con porte de tanagra, un rostro bien estructurado, una voz sensual, una sonrisa deslumbrante y unos ojos luminosos, el cine resultó ser su medio natural. Ello no la privó de incursionar en el campo de la novela (de entre sus escritos se destaca Le bal du gouverneur, una novela con tintes autobiográficos ambientada en Nueva Caledonia, que supo agradar al público lector femenino) y hasta en la música (ensayó la canción al registrar algunas piezas musicales para componer la banda sonora de Les Nanas).

Lo curioso, quizás, es que en Francia los cineastas la contrataron en numerosas ocasiones para cumplir el rol de mujer bon chic bon genre (lo que en España se dice “pija”, en Argentina “cheta” y en México “fresa”). Sin embargo ella pretendió no sucumbir a esa frivolidad, adquiriendo una conciencia política de ultraizquierda en la década de 1960 que luego fue moderando o aburguesando de a poco, como hicieron muchos de los miembros de su generación. Durante el último lustro de la década de 1970, Marie-France se incorporó a la industria cinematográfica estadounidense: empero las oportunidades que consiguió en la meca del capitalismo mundial fueron más bien escasas, así que terminó renunciando a la idea de arraigarse en Hollywood. 

Entre sus acciones políticas la más ruidosa y recordada de ellas fue el haber firmado en 1971 una solicitada a favor del aborto. Se trató, claro, del infame Manifiesto de las 343, una iniciativa organizada por Simone de Beauvoir que fuese publicada en Le Nouvel Observateur

Aquel texto señalaba que todas las firmantes (entre las que se encontraban, además de Beauvoir y Pisier, mujeres como Catherine Deneuve, Marguerite Duras, Brigitte Fontaine, Jeanne Moreau, Françoise Sagan, Agnès Varda, Monique Wittig y muchas otras completamente desconocidas) se habían practicado un aborto clandestino, poniendo de ese modo a sus vidas en riesgo, por lo que reclamaban que el proceso en que se le da muerte a un niño por venir se lo pasase a denominar “interrupción voluntaria del embarazo” y, por supuesto, se lo despenalizase. Ese acto de desobediencia civil –que en la cultura popular francesa pasó a ser conocido como el “Manifiesto de las 343 Putas”, gracias a una caricatura de Charlie Hebdo en donde un político le agrega ese epíteto peyorativo a Beauvoir y compañía– abrió el debate sobre el aborto, que se cerró en 1975, después de que se aprobase una ley que cedía ante las demandas de las feministas. En el medio hubo una álgida disputa que fue conducida pobremente por los diversos actores sociales de la época: en 1973 más de trescientos médicos confesaron públicamente haber practicado abortos; ello sucedió un año después de que Jean Rostand, Jacques Monod y Paul Milliez, tres pensadores interesados en la biología, se declarasen a favor de la práctica. También por esa época se popularizaron los eslóganes “mi cuerpo me pertenece” y “existe el derecho a elegir” –que escondían los dogmas no negociables del feminismo–, al mismo tiempo en que el célebre Jérôme Lejeune, descubridor de la causa del síndrome de Down, se largaba a enfrentar casi solitariamente a quienes colocaban la libertad del individuo por sobre el derecho a la vida de las personas. La controversia filosófica y científica sobre el aborto nunca tuvo un tratamiento digno, pues resultó víctima de las campañas comunicacionales y del bombardeo propagandístico, y al final lo que para muchos era una aberración genocida terminó por convertirse en un derecho en el Hexágono. Marie-France Pisier contribuyó a ello. 

El misterio

Paula Caucanas, madre de Marie-France, se suicidó en 1984. Antes de ello la mujer había militado insistentemente a favor de la eutanasia (si, mientras que la hija hizo campaña por el derecho a matar con el aval del Estado, la madre la hizo por el derecho a morir en manos de un médico). Dos años más tarde, en 1986, Georges Pisier, su padre, decidió también ponerle fin a su vida a través de su propia mano. 

Esos suicidios, ciertamente, ocasionaron un profundo dolor en los hijos del matrimonio, quienes –por más que ya hayan estado psicológicamente preparados para ello– tuvieron que procesarlos en su singularidad. 

Todo ese drama familiar de los Pisier, junto a los episodios de la vida de Marie-France que referí más arriba, son el material que compone el libro La véritable Marie-France Pisier, una biografía de la actriz escrita por las plumas piadosas de Sophie Grassin y Marie-Elisabeth Rouchy. El texto busca equilibrar las vivencias trágicas con las historias alegres, por lo que revuelve el tópico de los amantes en Marie-France y su hermana Évelyne, señalando que durante los años de la “revolución sexual” estas mujeres rebotaron de cama en cama, compartiendo noches de pasión con toda clase de personajes que en aquel entonces eran vistos como cruzados entregados a la búsqueda de un mundo más justo y que hoy en día son percibidos como vendedores de quimeras (la lista incluye, entre otros, a Daniel Cohn-Bendit, a Bernard-Henri Lévy y hasta a Fidel Castro, quien le habría regalado un orgasmo a Évelyne Pisier cuando ésta viajó a Cuba en 1964 para discutir la necesidad de constituir un grupo armado comunista en Francia). 

De Georges Pisier, un hombre que supo servir con lealtad y constancia a la civilización occidental, el libro dice muy poco. Y cuando lo hace, lo trata como lo trataron las hermanas Pisier: hay un cierto rencor y una cierta lástima hacia un hombre que había encontrado en Maurras a su mentor y que admiraba los valores tradicionales contra los que la generación del 68 se rebeló. 

Grassin y Rouchy sostienen que la muerte de Marie-France Pisier fue un suicidio, y no un accidente como piensan el viudo Thierry Funck-Brentano y sus hijos. La actriz apareció muerta en el interior de su piscina, enganchada a una silla de hierro, como si estando sonámbula o desorientada hubiese tropezado y hubiese caído al agua de la cual no pudo salir, aunque también cabe la posibilidad de que hubiese consumido ciertas pastillas para finiquitar su vida mientras miraba el agua de la piscina en la que le gustaba nadar. Ciertamente su muerte fue menos sospechosa que la de Jean Seberg –su compañera de generación que fuese tan bella y subversiva como ella–, pero aún así es difícil develar el misterio de sus últimas horas. Unos días antes de aquella fatídica noche, a Marie-France le habían extirpado un seno, pues el cáncer de mama estaba avanzando sobre ella. Para los familiares, convencidos de la hipótesis de la mala fortuna, la mujer no habría tenido valor de imitar el gesto macabro de sus padres, pues la muerte de ambos, al parecer, la habría afectado mucho más de lo que la afectó el aborto que dijo haberse realizado. 

Grassin, Sophie y Rouchy, Marie-Elisabeth. La véritable Marie-France Pisier. Pygmalion-Flammarion, París, 2014, 21,90 €

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