lunes, 10 de noviembre de 2014

El mito de las bayonetas

« Le poilu se voit victime impuissante et il 
 éprouve l’intolérable angoisse d’attendre
le coup fatal du destin aveugle »
J. N. Cru : Du Témoignage, p. 107-108

Lazare Ponticelli murió en 2008. Con 110 años, era el último de los poilus o soldados veteranos de la Primera Guerra Mundial que quedaba vivo (después de Ponticelli murieron ese mismo año Fernand Goux y Pierre Picault, pero a ninguno de los dos se lo consideró oficialmente veteranos de guerra debido a que estuvieron menos de tres meses en el frente). El gobierno francés presidió las obsequias durante su funeral.

Ponticelli había nacido en Italia en 1897 y había emigrado a Francia en 1906. Cuando comenzó la guerra fue reclutado por la Legión Extranjera francesa para combatir contra los alemanes en un batallón integrado por italianos. Sin embargo después, en 1915, Italia se sumó a la contienda bélica en el mismo bando que los franceses, por lo que Ponticelli fue dado de baja y enviado a su país para combatir allá a los austrohúngaros. Un par de años después de concluida la guerra, Ponticelli regresó al Hexágono. Junto a sus hermanos fundó una empresa de servicios industriales que, con el tiempo, terminó por convertirse en una organización importante, con presencia internacional.

A lo largo de su vida, Ponticelli se negó a hablar sobre su experiencia como soldado en la Gran Guerra. Sólo en sus últimos años aceptó comentar sus vivencias antes los jóvenes de las escuelas. Opinaba que la guerra había sido una cuestión absurda, pues a él y a sus compañeros los habían enviado a matar a sus prójimos sin darles una buena explicación para hacer ello. Entendía perfectamente todo el discurso acerca de la necesidad de defender al terruño, pero no disfrutaba del acto de poner su vida en riesgo como si no existiesen otras alternativas posibles para resolver las disputas. Con ese testimonio, Ponticelli arrojó por el suelo la idea folklórica de que los poilus, entusiasmados con la posibilidad de ver a su nación triunfar ante sus vecinos, fueron al frente de batalla ondeando banderas y cantando canciones de unidad, como quien hoy en día va a mirar un partido de fútbol de su equipo favorito. 

Patología de los testimonios sobre la guerra

Cuando culminó la Segunda Guerra Mundial, la prensa europea se ocupó de continuar con el bombardeo propagandístico que había desplegado durante los años de combate. Para ella el conflicto no había terminado aún, por lo que asumió como propia la obligación de doblegar a los alemanes y sus aliados con el fin de hacerlos pagar por los crímenes de guerra que habían cometido entre 1939 y 1945.

Por esa época –aunque en realidad un poco después, en los años en que la prensa ya se había calmado tras conocerse las sentencias de los Juicios de Nuremberg– aparecieron en Francia las obras de Paul Rassinier y Maurice Bardèche, las cuales se caracterizaron por cuestionar a muchos de los testimonios de los sobrevivientes de la guerra que fuesen utilizados como elementos de prueba para determinar la fortuna judicial de muchos nazis. Esta tarea de crítica y ataque de las voces de los testigos no fue un invento original de sujetos como Rassinier y Bardèche: el Hexágono ya contaba con un antecedente preclaro, la famosa y polémica obra de Jean Norton Cru. 

En 1929 la editorial Les Étincelles –caracterizada por haber desarrollado un catálogo celebrado por la ultraderecha– publicó el libro Témoins del citado Jean Norton Cru, ya que el Fondo Carnegie para la Paz Internacional que había financiado la elaboración del texto se negó luego a publicarlo por su alto contenido polémico. La obra es voluminosa, pues recoge alrededor de 300 testimonios de más de dos centenas de auténticos combatientes (en 1930, y dado el éxito comercial que Témoins había logrado, la editorial Gallimard publicó Du Témoignage, el cual no era más que una versión abreviada y corregida de Témoins; aprovechando el debate público que se había suscitado sobre el asunto de la historia testimonial, la editorial Flammarion publicó también en ese año la obra La guerre racontée par les combattants, que es una antología de dos volúmenes editada por André Ducasse). La intención del libro era la de ofrecer una mirada realista sobre la guerra, algo que, según el autor, es posible sólo para aquel que, como él, se ubica en un punto equidistante entre el culto al heroísmo de los nacionalistas y la magnificación de la barbarie de los pacifistas.


Cru era un profesor de inglés, hijo de un pastor protestante. Liberal e iluminista, combatió a los alemanes desde las filas del ejército francés durante la Gran Guerra. Pasó mucho tiempo en las trincheras, oficiando como intérprete del ejército francés ante sus aliados británicos y norteamericanos. Cuando concluyó el conflicto, intentó escribir acerca de su experiencia, pero no pudo hacerlo. Entonces se entregó a la titánica tarea de analizar los innumerables textos de aquellos otros que contaban la guerra desde adentro. Pronto notó que la mayoría de esas obras presentaban una visión que él juzgaba distorsionada sobre lo que de hecho había ocurrido en los campos de batalla. De todos modos también encontró otro tipo de escritos: los que él entendía como justos, capaces de manifestar de modo sencillo a la verdad, desafiar las ideas recibidas y apegarse a la descripción mesurada de los hechos.

A Cru le molestaba que las angustias y los padecimientos de los combatientes se maquillasen y prostituyesen, deviniendo material literario ganador del Goncourt (el autor de Témoins juzgó desfavorablemente a la novela Gaspard de René Benjamin, la cual fuese premiada con el máximo galardón literario francés en 1915). Por ello se propuso tomar a todo el cuerpo de textos producidos a partir de testimonios acerca de la Primera Guerra Mundial y separar a los sanos de los enfermos, distinguiendo la obra de alguien que tuvo el coraje de no callar el relato de sus vivencias personales bajo el fuego destructor, de aquellos textos fabuladores producidos con fines propagandísticos. Dicha tarea de análisis y valoración muy lejos estuvo de ser una empresa positivista, aunque la retórica científica de la época así se lo exigiese. Témoins se convirtió debido a ello en una excepcionalidad intelectual, muy literaria para ser histórica y muy histórica para ser literaria. Su mayor mérito fue el de haber problematizado la cuestión del testimonio, confiriéndole a ese tipo de creación textual un nuevo lugar tanto en la construcción de la historia como en la producción de la literatura.

Con Cru las cicatrices psicológicas se convirtieron en un hecho social, por lo que Daniel Mornet, Jules Isaac, Pierre Renouvin y muchos otros historiadores profesionales no vacilaron en elogiar su osadía innovadora, aunque no necesariamente lo respaldaron en la disputa sobre la elección de los métodos historiográficos (uno de los motivos por el que Cru descartó a los documentos diplomáticos y militares para escribir acerca de la Primera Guerra Mundial fue porque, con toda razón, los consideraba interesadamente deformados y, por tanto, inadecuados para aprehender la verdad de los acontecimientos). 

Elogio del poilu

Témoins generó un enorme número de detractores en Francia. La mayor parte de ellos eran escritores o periodistas. Gabriel Marcel atacó a Cru: el filósofo le reprochó que defendiese la idea de la verdad como algo fragmentado, pues el veterano de la Gran Guerra se negaba a valorar como positiva toda síntesis explicativa o interpretativa que tratase de darle un sentido acabado a la destrucción y a la matanza. A raíz de ello Julien Benda lo calificó de ser un “sectario de los hechos” (para una revisión de aquella polémica recomiendo el libro Le procès des témoins de la Grande Guerre. L’affaire Norton Cru de Frédéric Rousseau, publicado en el año 2003, que incluye también una discusión sobre la pretendida relación que habría habido entre Cru y los negacionistas).  

Buscando un poco de legitimidad para su empresa crítica, Cru recurrió a Stendhal para ilustrar sus puntos de vista acerca del relato sobre la guerra. En La cartuja de Parma, el autor, él mismo un veterano de guerra, hace que el protagonista –el joven Fabrizio del Dongo– asista ilusionado a la Batalla de Waterloo. El muchacho es un aristócrata italiano que ha sido educado en el heroísmo, por lo que se une al ejército francés con la esperanza de poder probar su valentía. Sin embargo a sus hermanos de armas republicanos que constituyen el grueso de las tropas napoleónicas no les interesa la gloria, sólo quieren triunfar lo más rápido posible para retornar a sus asuntos cotidianos; por tanto les resulta imposible disfrutar del desafío personal que el choque bélico significa. La violencia de las armas de fuego también desconcierta a Fabrizio: las balas y las bombas poco tienen en común con las bravas espadas de los caballeros medievales sobre las que tanto ha leído. Al final el muchacho termina dudando del hecho de si realmente ha ingresado a la historia de la humanidad por haber combatido en Waterloo. Stendhal manifiesta así que la imagen romántica de la guerra no se asemeja en nada a la versión realista de la misma.

Tomando esas observaciones, Cru reúne cuadernos personales, diarios de campaña, cartas desde el frente, reflexiones de veteranos, ficciones y ensayos de tema bélico ya publicados y separa todo ese material entre lo que le suena realista y lo que le parece una fabulación. De ese modo nota que los intelectuales sucumbieron en mayor medida a la tentación de falsear sus textos para adornarlos positiva o negativamente, en tanto que los poilus fueron, en general, más sinceros a la hora de transmitir sus experiencias en los campos de batalla.

Cru celebra que autores como Gabriel Hanotaux se interesen por los testimonios de los poilus, pero lamenta que para ellos los mismos sean meros apéndices decorativos y no auténticas fuentes de verdad histórica. En las novelas pacifistas de Henri Barbusse o de Roland Dorgelès, el poilu es representado como una suerte de hombre brutalizado, que se encuentra envenenado de odio y sediento de sangre; Cru despreciará ese tipo de narraciones, del mismo modo en que criticará a Henry Bordeaux o a Charles Le Goffic por intentar relatar a la Gran Guerra en tono épico. Sus elogios irán a parar a Maurice Genevoix, Max Deauville, André Pézard, Paul Lintier, Jean Galtier-Boissière, Raymond Escholier y varios otros que comprendieron que la guerra no es un acontecimiento estético sino un acontecimiento moral –una cosa que le critica al roman de guerre que proliferó en la posguerra es que esas obras, al igual que los relatos de viajes, valen por sus formas y no por sus contenidos, pero sin embargo el lector promedio no es capaz de distinguirlo; por ello Cru dirá de Erich Maria Remarque que la guerra se cruzó felizmente en su mediocre carrera de escritor.

Al autor de Témoins seguramente le hubiesen agradado las películas Paths of Glory (estrenada internacionalmente en 1957 y dirigida por Stanley Kubrick, pero proyectada por primera vez en Francia en 1975) y Joyeux Noël (una obra de 2005 ideada y materializada por Christian Carion, la cual, más allá de algunos momentos fantasiosos, describe con justeza la experiencia de la guerra desde la triple perspectiva francesa, alemana y británica).

El desmitificador

Jean Norton Cru fue, en definitiva, un revisionista. La prensa de 1914 hablaba de la guerra como si estuviese hablando de partidos de fútbol o de peleas de boxeo: esa equiparación entre guerra y deporte que a Georges Sorel le parecía estupenda, a Cru siempre le resultó tétrica. Por otro lado el escritor fustigó la idea tan difundida por el vitalismo decimonónico de que el gusto por el peligro es connatural al hombre; según su experiencia, antes que aventureros buscando su oportunidad para demostrar su hombría, en las trincheras era más común toparse con soldados que se fastidiaban de estar inmersos en un conflicto en el que en cualquier momento podían llegar a perder su vida de manera súbita, puesto que el combate moderno no consiste en protagonizar duelos mano a mano, sino en poner en marcha a una obscura maquinaria de muerte –Cru señala que, dadas las características de los combates, eran pocas las veces en que los soldados estaban seguros de haber matado o herido a alguien. El autor de Témoins apunta que el coraje y el miedo, que en épocas de paz son sensaciones que se excluyen mutuamente, en tiempos de guerra al final coinciden, por tanto el héroe condecorado por sus loables acciones en realidad es exactamente igual a aquel pobre infeliz que fuese fusilado por desertor o cobarde.

Otras cosas también le resultaron intolerables: las imágenes tremendistas del “mar de muertos” o de los “ríos de sangre”, la idea de que es heroico “ir a la carga” bajo una lluvia incesante de fuego, el “debout le morts !” como un grito sagrado que unía místicamente a los vivos con los muertos (al cual Jacques Péricard y Maurice Barrès se encargaron de propagandear maravillosamente bien) y cosas por el estilo. Todo ello alimentaba la mitología bélica de las guerras con causas justas y el sacrificio heroico por la nación, lo cual servía para justificar las cosas más horrorosas.

Al culto a las bayonetas Cru lo repudió como algo verdaderamente ominoso. La propaganda de la época quería mostrar que había una suerte de mimetización entre el soldado y su arma, la cual, por cierto, era supuestamente una noble invención que reunía a la antigua tradición de la espada con la revolucionaria novedad de la pólvora. En realidad –tal y como lo describe Cru en base a los testimonios recogidos– la bayoneta resultaba ser un arma incómoda e ineficiente para la guerra de trincheras, por lo que el famoso aparato solía ser detestado por los soldados, quienes cada vez que podían los reemplazaban por otro tipo de armas o les hacían modificaciones para mejorar su capacidad de daño.

Recuerdos de la trinchera

Nadie en Francia sabe exactamente de donde proviene el término “poilu” [“peludo”] para referirse a los veteranos de la Gran Guerra. Hay quienes vinculan la palabra a la idea de virilidad, en tanto que otros sugieren que estaría más bien vinculada a la de rusticidad (el poilu sería, así, el pueblerino que fue a la guerra a defender su tierra).

Sea como sea el poilu se ha convertido en parte del folklore francés: cuando en 1918 muchos alcaldes decidieron homenajear a los hijos de la ciudad caídos en el campo de batalla, proliferaron las esculturas de Eugène Bénet, en las que se ve a un soldado bigotudo sosteniendo con una mano una bayoneta y con la otra una hoja de palma y una corona de laureles; si, por ejemplo, se visita Leffonds, Dol-de-Bretagne, Carcans, Remoiville, Cattenières, Beaumesnil, Beauval o Bussières se podrá ver una réplica de esa estatua a la que refiero.

Los poilus, como bien lo atestigua Cru, también hablaron de la guerra. Algunos la sufrieron, otros la gozaron, pero la mayoría la toleró porque, bueno, no tenían otras alternativas.

Un testimonio de primera mano sobre la Gran Guerra que ha resultado ser muy apreciado en Francia desde el momento de su publicación por primera vez es el recogido en  Les carnets de guerre de Louis Barthas, tonnelier. 1914-1918. Barthas era un artesano nacido en 1879. Educado por los “húsares negros”, comenzó a trabajar desde muy joven, pero jamás perdió el interés por la cultura libresca (de allí que el estilo de su prosa sea muy elegante, y el contenido de la misma sea pródigo en alusiones a figuras históricas, literarias y mitológicas). Barthas era católico à la Péguy, es decir era un cristiano anticlerical y socialista. Lo más valioso de su relato es su espíritu curioso y las observaciones precisas que hace: cuenta cosas que los poilus vivían a diario pero que se negaban a comentárselas a sus familias o a informárselas a sus superiores; también indaga sobre la naturaleza de la guerra de trincheras y se interesa en la cuestión de la fraternización y los motines entre soldados –aborda con particular interés la relación entre combatientes del sur y del norte de Francia, puesto que, desde septiembre de 1914, vale decir tras el fracaso francés en la Batalla de Morhange, se acusó a los sureños de haber provocado la derrota nacional por su falta de compromiso y de ser los responsables de la ocupación de porciones de Alsacia y de Lorena; ello, sin embargo, no era cierto, puesto que dicha calumnia se trataba más bien de una burda excusa para disfrazar las malas decisiones de los altos mandos militares, aprovechando a su vez la situación para ejecutar una tardía represalia contra los sureños por la famosa Rebelión de Viñateros de Languedoc en 1907, episodio que en su momento generó una gran polémica en el Hexágono (Jean-Yves Le Naour cuenta detalladamente esta historia en su libro Désunion nationale: la légende noire des soldats du Midi de 2011). Jean Norton Cru no llegó a leer Les carnets de guerre de Louis Barthas, tonnelier, puesto que el texto fue publicado por primera vez en 1977, en una edición que cuenta con un prefacio y un postfacio de Rémy Cazals, uno de los fundadores del CRID 14-18.

Aimé Boursicaud fue otro de los poilus que dejó sus memorias acerca de la Gran Guerra: a las mismas las editaron bajo el título “Larmes de guerre. Ecrit de 14-18. A diferencia de Barthas, Boursicaud carecía de talento literario; pese a ello, sus textos no dejan de ser interesantes, ya que él mismo no deja de ser un personaje interesante: ocupando diversos puestos, participó de la guerra desde el inició hasta su conclusión. La intención detrás de la redacción de sus memorias es fundamentalmente pedagógica, puesto que busca explicarle lo que fueron los combates a quienes no estuvieron allí. Sin embargo evita redactar de manera detallista y elude la tarea de referir situaciones y episodios que tal vez serían sencillos de comentar para quienes no los protagonizaron. Al parecer la tarea de escribir no le resultó fácil ni placentera, por lo que el texto se encuentra inacabado, lo cual es comprensible (Walter Benjamin, en su célebre ensayo “El Narrador”, señala que la gente que retornaba de los campos de batalla no lo hacía con su capacidad comunicativa enriquecida, sino que, por el contrario, sólo deseaba mantenerse en silencio). Boursicaud es el típico ejemplo de un poilu que de tener una mirada patriótica en 1914 terminó adhiriendo al pacifismo hacia 1918, hastiado de la vida en las trincheras y desilusionado con el contraste entre la grandilocuencia de la propaganda político-militar y la opacidad de los hechos en el escenario bélico.

« Un de l’avant ». Carnet de route d’un « poilu » de Gaston Lefebvre es un texto muy conocido en Francia desde que fuese publicado en 1930. Lefebvre era un joven nacido en Lille que se unió al ejército francés después de huir de la zona que los alemanes habían ocupado tras haber avanzado sobre territorio galo. Sobreviviente de la Batalla del Somme (la misma que le inspiró la idea de Mordor a J. R. R. Tolkien), en diciembre de 1916 Lefebvre fue gravemente herido por una bomba mientras trataba de escribir una carta en una trinchera. Como consecuencia resultó hospitalizado y terminaron por amputarle una de sus piernas. El texto de Lefebvre está lleno de fechas y nombres, intentando mantenerse leal a los hechos. De allí que, al momento de reconstruir los diálogos, el libro emplee muchas de las palabras y frases que fueron inventadas por los poilus (Albert Dauzat recogió muchas de esas expresiones en su clásico L’argot de la guerre de 1918). El autor relata cómo comenzó su participación en el conflicto con el espíritu de un adolescente temerario y cómo luego su moral se fue desinflando al empezar a hacer propio el lamento de los heridos que, en medio de la angustia, sólo querían volver a ver a sus familias. La obra está dedicada a los pocos hombres que sobrevivieron en su batallón y a los muchos que cayeron en el campo de guerra. Pretende ser, simplemente, un aviso a las generaciones futuras sobre la necesidad de resolver las disputas sin permitir que los horrores bélicos se desencadenen. 

* Barthas, Louis. Les carnets de guerre de Louis Barthas, tonnelier. 1914-1918. Edición del Centenario con prefacio y postfacio de Rémy Cazal, La Découverte, París, 2013, 15 €
* Boursicaud, Aimé. Larmes de guerre. Ecrit de 14-18. Grandvaux, Brinon-sur-Sauldre, 2011, 13,50
* Cru, Jean Norton. Témoins. Essai d’analyse et de critique des souvenirs de combattants édités en français de 1915 à 1928. Con prefacio y postfacio de Frédéric Rousseau, Presses Universitaires de Nancy, Nancy, 2006, 35
* Lefebvre, Gaston. « Un de l’avant ». Carnet de route d’un « poilu ». Incluye “Le plus jeune héros de la Guerre : Corentin-Jean Carré” de André Fontaine como anexo, Éditions des Traboules, Brignais, 2014, 18,50

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