El Goncourt, el premio más
prestigioso de las letras francesas, fue este año para la novela Pas pleurer de Lydie Salvayre. Salvayre,
cuyo apellido de soltera es Arjona, es una psiquiatra francesa hija de
inmigrantes españoles, que ha publicado ya una buena cantidad de ficciones. La obra premiada cuenta una historia cuyo escenario es la Guerra Civil Española; los
protagonistas son dos: una joven (de hecho una versión imaginaria de la madre
de la autora) que vive el despertar sexual justo después de unirse a las filas
de los anarquistas que peleaban en el Bando Republicano, y el escritor Georges
Bernanos –autor del célebre panfleto antifranquista Les grands cimetières sous la lune–, que valientemente criticó al Bando Nacional, pese a haberlo
apoyado inicialmente. Ambos tendrían en común el hecho de haber estado
dispuestos a romper con sus orígenes para mantenerse fieles a su compromiso con
la justicia.
El libro se inscribe en el amplio
corpus de la literatura sobre la Guerra
Civil Española, verdadero trauma hispánico que, a 75 años de
finalizado el conflicto, todavía sigue estando vivo en la península ibérica. Puntualmente
Pas pleurer viene a engrosar el
estante en donde se acomodan las numerosas novelas que vomitó la fiebre
memorialista que se desató en España a partir del cambio de siglo, vale decir Pas pleurer pertenece a lo que en España llaman la “postmemoria”.
Algo característico del Goncourt
es que no siempre el libro ganador resulta ser un gran libro. En efecto, en
ocasiones el Goncourt se convierte en una promoción de la insignificancia y en una
recompensa de la trivialidad, y esta ocasión es una de ellas. En una época en la
que la trazabilidad se impone como
artilugio preferido de la producción global y del comercio internacional, el
jurado del Goncourt sucumbe a la tentación de premiar a esta tendencia que tanto
daño hace –al arte en general y a la literatura en particular.
Pas pleurer parece un texto que habría sido escrito de un tirón,
probablemente después de extenuantes horas de reflexión mental o de una
conversación de dos adolescentes a través de WhatsApp. Es fácil notar que Lydie
Salvayre carece de inspiración y disciplina literaria, sin embargo compensa
ello con algo que los premiadores supieron apreciar: una dosis masiva y, sin
embargo, no letal de vulgaridad.
Ya el título, con su minimalismo
lingüístico, anticipa con total honestidad la indigencia literaria del resto de
la novela. La vulgaridad atraviesa de punta a punta Pas pleurer, e infecta todo: su forma, los términos y las fórmulas
que emplea, y, claro, los temas que aborda (la crítica al catolicismo, la
crítica al nacionalismo, la crítica a las guerras civiles y la crítica a los
fanáticos). Los publicistas dicen que la intención de la autora es la de hablar
de la Francia
de los chauvinistas contemporáneos evocando a esa vieja España de las cruces y
las espadas. Sin embargo, si el texto hace ello en efecto, lo hace a través de
la caricaturización. La mayor parte de los personajes parecen salidos de un
tebeo satírico. Muchos de ellos son conservadores hipócritas e ignorantes, y
otros son “rojos” (comunistas o anarquistas) que blasfeman a diestra y
siniestra: “Puto nuestro que está en el cielo / Cornudo sea tu nombre / Venga a
nosotros tu follón / Danos nuestra puta cada día / Y déjanos caer en la
tentación” se lee, así en español, en la página 42.
A lo largo del libro se advierte
una voluntad pasoliniana por pintar a la España de 1936 como falocrática y escatológica.
Esa obsesión genital es el eje de la novela. Y como ese asunto es una verdadera
obsesión, la saturación de groserías es inevitable.
En lo personal la vulgaridad
relacionada a lo sexual no me escandaliza, pero tampoco me entusiasma. El libro
La chair de Serge Rivron explota este
tipo de cuestión y lo encuentro divertidísimo. La diferencia entre Rivron y
Salvayre radica en que la ganadora del Goncourt tiene una habilidad que Rivron,
afortunadamente, se cuida de cultivar: la facilidad para hacer que la
vulgaridad fagocite toda –absolutamente toda– su novela. Ni siquiera las
últimas dos partes de Pas pleurer,
las partes que podrían llamarse “sanas”, están exentas de una vulgaridad capaz
de devorar la carne para transformarla en una materia negra, muerta y
putrefacta. Céline y sus precursores (Rabelais, Quevedo, etc.) se valieron de
la vulgaridad como Salvayre, pero con la diferencia de que ellos lo hicieron de
un modo proverbial, devastador e irresistiblemente divertido, pues su
propósito, en definitiva, era el de parir una escritura sostenida sobre una
estilística prodigiosa y capaz de la invención lingüística más audaz. Al
carecer del genio o del talento que haga tolerable su prosa, Lydie Salvayre
explica o justifica la vulgaridad a la que somete al lector evocando a la
enfermedad mental de su madre (véase la página 82).
Acerca de su escritura no diré
mucho. Salvayre intenta crear una lengua a mitad de camino entre el francés y
el español, y termina construyendo un adefesio teratológico, que agotará a
cualquier traductor (incluso al traductor que tenga que traducir el texto del
francés al español). Hay toda una serie de palabras españolas galicanizadas
–“griter” (p. 13) sería gritar o crier,
“riquesses” (p. 114) sería riquezas o richesses,
“siègle” (p. 120) sería siglo o siècle,
etc.– que, en principio, harían quedar a su madre no como a una pobre
inmigrante condenada a vivir el resto de su vida en un idioma que no es el
suyo, sino más bien como una imbécil, pues hay pasajes en los que la mujer,
lejos de hablar ese francés ridículo, se expresa de un modo más pulcro que en el que
lo haría Huysmans. Así es Pas pleurer.
* Salvayre, Lydie. Pas pleurer. Seuil, París, 2014, 14,50 €
1 comentarios:
Y tu te creeras inteligente, sofisticado y exquisito con estos comentarios.... qué nivel !
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