Le cousin Jules es un documental extraordinario de 1972, que
contraviene las convenciones del género. Probablemente sea por ese motivo que
el largometraje de Dominique Benicheti (1943-2011) permaneció tantos años inédito, y recién ahora, en pleno año 2015, es estrenado.
Quizás alguien vea a esta obra como emparentada con la trilogía Profils paysans de Raymond Depardon,
pero, si bien ambos documentales versan sobre la agricultura ancestral, los
enfoques y las técnicas de representación son significativamente diferentes.
Aquello que separa a la película
de Benicheti de la de Depardon es, digámoslo así, la narración del conflicto. En
Profils paysans los campesinos
aparecen dando su testimonio acerca de su vida austera y difícil, en tanto que
en Le cousin Jules casi no se
escuchan palabras.
El documental de Benicheti
muestra la jornada de dos octogenarios, un herrero de la región de Borgoña y su
esposa. La cotidianeidad, por supuesto, está ritualizada, pero ninguno de los
actos es extraordinario. La pareja vive como en el siglo XIX. El único signo de
modernidad es la electricidad y un vehículo que se mueve gracias a un motor de
combustión.
La construcción de Le cousin Jules es curiosa: se destaca
particularmente el empleo del raccord,
técnica cinematográfica un tanto ajena al mundo del documental. De todos modos
ello no altera la magia. ¿Acaso los artificios que emplea el director
engrandecen la representación de la realidad? Cada detalle golpea al
espectador. Las obsesiones de los ancianos haciendo cosas tan triviales como pelar
papas o usar un martillo, las técnicas tan comunes y tan únicas con la que ellos
hacen lo que todos hacemos a diario, son mostradas de un modo secretamente
impactante. La escena en la que la esposa le prepara el café a su marido en el
taller es milagrosamente pictórica y aún así plenamente narrativa, como si
Jean-François Millet se hubiese asociado a Émile Zola para dar el salto en conjunto al celuloide.
Antítesis del cine norteamericano
en donde lo imaginario pretende exceder a lo real, Le cousin Jules se concentra en demostrar que la banalidad
cotidiana es una experiencia tan temporal (y, por ende, tan vivencial) como
sentarse en una sala obscura a mirar una película.
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