viernes, 22 de abril de 2011

El sonido de los bosques bretones

Nolwenn Leroy es, hoy por hoy, una de las cantantes francesas con mayores expectativas de proyección internacional. Esta joven es casi una veterana de la escena musical del Hexágono: saltó a la fama en 2002 al protagonizar la segunda edición del reality de cantantes Star Academy (venciendo con total justeza en la final a un tal Houcine), y al año siguiente su primer disco titulado “Nolwenn” ya estaba a la venta; tras el éxito de su debut, Leroy siguió perfeccionando su trabajo a través de los álbumes Histoires naturelles (2005) y Le Cheshire Cat et moi (2009), consolidándose así como una de las propuestas musicales más atractivas de su generación.


A fines de 2010, Leroy lanzó su cuarto disco de estudio: Bretonne. Al igual que sus obras anteriores, Bretonne tuvo una excelente acogida por parte del público. Lo particular de este álbum es que la artista eligió rendirle homenaje a sus antepasados bretones, interpretando para ello un conjunto de canciones folklóricas tradicionales de Bretaña (“Tri Martolod”, “La Jument de Michao”, “Suite Sud-armoricaine”, “Dans les prisons de Nantes”, e incluso “Bro gozh ma zadoù”, una pieza que tiene el mérito de ser considerada el himno nacional del país peninsular). Junto a ellas, la cantante apostó por dibujar un mosaico celta: de ese modo se la oye interpretar la canción irlandesa “Mná na h-Éireann” (cuya letra fue escrita por un poeta del siglo XVIII, y que, un par de siglos más tarde, el propio Mike Oldfield supo versionar) y el clásico inglés “Greensleeves” (tema que fuese revisado por muchos artistas, incluyendo a Gustav Holt, Elvis Presley, Jacques Brel, Leonard Cohen y Hélène Ségara) junto a las fanfarronadas bretonas de Miossec (“Brest” y “Je ne serai jamais ta Parisienne”), las artesanías patrióticas de Alain Souchon y Alan Stivell (“Le Bagad de Lann-Bihoué” y “Rentrer en Bretagne” respectivamente), y un cover de U2 (“Sunday, bloody sunday”). También, al cantar “Karantez vro”, la joven se ha ocupado de recuperar la poesía de Anjela Duval para los fruidores de edades más cortas.

Ahora bien, lo curioso es que, pese a haber logrado realizar un producto muy bueno, el trabajo de Leroy recibió duras críticas. De todos modos hay que destacar que las mismas llegaron a través de un tour de force ejecutado por Fabrice Pliskin.

Pliskin es un escritor que trabaja como redactor en la revista Nouvel Observateur, y tiene el mérito de ser, actualmente, uno de los aspirantes a BHL con más posibilidades de lograrlo. Dicho de otro modo, Pliskin es un perfecto cagatintas. En un número que su revista le dedicó a Marine Le Pen (la lideresa bretona del Front National, un viejo movimiento político tercerposicionista, disidente y resistente, que está atravesando un proceso de renunciamiento a todo lo que representaba con el objetivo de devenir la estrella menos moderada de la constelación partidocrática republicana y gobernar en 2012), Pliskin fustigó a Leroy. No criticó sus canciones –salvo cuando aseguró que el acento bretón de Nolwenn se parece al que se le oiría a Shakira– pero si embistió contra su construcción visual: la foto de la portada, en la que se ve a la cantante cuando era niña vestida con un traje típico de la región, le sugirió a Pliskin la idea de que ella manifestaba sutil pero abiertamente su “genética bretona”, y opuso el silencio ante este gesto a las polémicas que se generaron en torno a la cantante Diam's cuando apareció en repetidas ocasiones vistiendo un velo islámico; las imágenes de paisajes bretones que se encuentran en el interior del libro del CD –imágenes que van acompañadas de frases en las que Nolwenn expresa su admiración por la formaciones geológicas– lo llevó al periodista a sugerir que, en la concepción panteísta de la identidad que maneja la artista, hay una peligrosa superposición entre la Sangre y la Tierra (cuando es evidente que la ecuación de ella involucra a la Tierra y al Espíritu).

Pliskin también se quejó de que las canciones de esta mujer –a su entender, portadora de un “apellido poco republicano” [“Le roy” significa “El rey”], junto a un nombre que homenajea a una “santa decapitada”– sean parte de la cuota de música en francés que las estaciones de radio se ven obligadas a pasar diariamente, cuando a decir verdad están cantadas en un idioma que no se parece en nada al de Victor Hugo. Finalmente el escritor agregó que Nolwenn Leroy intenta vender una imagen artificiosamente idílica de la Francia rural y provinciana, que más de uno podría llegar a utilizarla peligrosamente para oponerla a la mundialización capitalista que avanza sobre la Europa contemporánea. En el artículo de Nouvel Obs se llega al extremo de la violencia hermenéutica cuando aparece una cita de Ernest Renan, en la que el autor decimonónico contrapone a los virtuosos bretones frente a los vulgares normandos, y que Pliskin intenta vincular al proyecto de la intérprete.

Para ocultar su fabricado repudio al regionalismo y conservar la imagen de alguien que reseña negativamente una obra musical, Pliskin, astutamente, desvía su discurso hacia la crítica a la comercialización de lo autóctono: Nolwenn Leroy, en realidad, se dedicaría a trivializar su herencia familiar para lucrar a partir de ello, por tanto, con Bretonne, la cantante no haría más que musicalizar un folleto turístico, convirtiéndose así en el “primer robot de fabricación 100% bretona”.

La propia Nolwenn, ejerciendo su derecho a réplica, expuso un tiempo después –en la misma revista progresista– el propósito oculto en el texto de Pliskin, remarcando que su amor a Bretaña es sincero, y que no está vinculado a densas cuestiones políticas ni a oportunistas asuntos mercadotécnicos (se podría decir que lo que ella sostiene es que el arte que produce en lugar de ser “regionalista” es “regional”, ya que su música fue hecha para dar a conocer la cultura de su lugar de origen, y no para defender la causa bretonista ni para atacar al centralismo republicano).    

Ante las palabras de Nolwenn, Pliskin, cínicamente, terminó agregando que le parecía increíble que una simple poupée del yé-yé contemporáneo tuviese el poder de movilizar a miles de internautas furiosos contra alguien que lo único que hizo fue señalar que su arte merece más el supermercado que el museo (al elegir burlarse de los comentarios más triviales emitidos en defensa de la bretona, Pliskin pasó por alto el hecho de que muchos de los que se pusieron del lado de Nolwenn no son más que un grupo de adolescentes sumergidos en su mundo de consumo y banalidad, cuyos argumentos se reducen a sostener que aquel que ataca lo que a ellos les agrada lo dice por envidia o bien que esa persona debería buscar algo que si le guste en lugar de estar despotricando contra lo que no lo satisface).

La provocación gratuita de Pliskin no hizo más que dejar en evidencia que él es un maestro del cliché, siempre dispuesto a profundizar la dicotomía París/Provincias, reeditando la ya fáctica pero no simbólicamente obsoleta división Ciudad/Campo. En esto se asemeja mucho a Bernard-Henri Lévy, a quien parece haberle plagiado sus fórmulas más eficaces. En efecto, tal y como señalaron los periodistas Nicolas Beau y Olivier Tocser en su panfleto Une imposture française (2006), el discurso de BHL explota permanentemente tres tópicos, que funcionan a su vez como axiomas y metas de sus textos: la culpabilización de lo francés (según la opinión de este intelectual Voltaire, Gobineau, Péguy, e incluso Jaurès habrían prefigurado al fascismo, confirmando con ello que la intolerancia es intrínseca a lo que los manuales clásicos de historia de Francia venden como el “genio francés”), el fanatismo antirracista (cualquiera que no adhiera ciegamente a esta doctrina –que Finkielkraut calificó de “comunismo del siglo XXI”– es, para BHL, un criminal, un demente o ambas cosas), y el pro-norteamercanismo automático (excusado siempre por BHL al considerarlo sinónimo de Derechos Humanos, y defendido bajo el pretexto de que cualquier ataque en contra de la Tierra de la Libertad es una manifestación del más irracional y despreciable antisemitismo, aún cuando quienes los hagan sean judíos).

Pliskin, un proyecto de dandy mediático, autor de novelas de éxito confidencial, repite cada vez que puede los mismos motivos que Lévy, populariza el mismo cosmopolitismo capitalista disfrazado de progresismo social universalista que ensayó su maestro. De allí es que para Fabrice Pliskin, BHL y los lectores de Nouvel Obs sólo exista el derecho a manifestar amor y apego al lugar de donde se es oriundo (o de donde son oriundos los propios antepasados) lejos de ese mismo lugar. Según esta lógica, sólo puede uno sentirse sin culpas africano si se está en Europa, europeo si se vive en Suramérica, suraméricano si se mora en Asia, o asiático si se reside en África; si un palestino comete el pecado de sentirse invadido en el lugar que su familia habita desde hace más de 1000 años, es debido a que, simplemente, dicho palestino es un esclavo de sus costumbres, es una persona a la que le enseñaron a odiar la libertad y a negar la democracia. No cabe otra explicación. Del mismo modo, si una cantante francesa decide grabar un disco con canciones en bretón, gaélico e inglés es porque su vil amor por el dinero la llevó a convertirse en una agente inconsciente de la ultraderecha que pretende instaurar un reino de mil años de terror, violencia y muerte, erradicando a la Libertad, a la Igualdad y a la Fraternidad por la que tanto se ha luchado. No cabe otra explicación.

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